Enrique del Teso
El licenciado Covarrubias, en la palabra «capar» de su famoso diccionario, habla de la «gran maldad» de castrar a niños. Era una práctica antigua que se hacía con propósitos diversos, relacionados sobre todo con placeres lujuriosos. Covarrubias cuenta que el emperador Domiciano prohibió esta costumbre y reproduce algún epigrama de Marcial alabando al emperador por tan justa medida. No siempre la castración de niños tenía motivaciones tan bajas. Cuando Covarrubias publicó su Tesoro Lexicográfico, en el siglo XVII, hacían furor los castrati, cantantes de ópera que habían sido castrados de niños. La voz de estos cantantes mantenía la tesitura de un niño y a ella le añadía la fuerza y oficio de un adulto. Según parece el resultado era angelical. Debió haber polémicas al respecto. En la época de Domiciano no había ópera, pero en la de Covarrubias sí y el licenciado llamó gran maldad a semejante práctica. Un siglo después, a la vez que el Papa Benedicto XIV condenaba la amputación de esos chicos, brillaba Farinelli, precisamente el castrato más famoso de la historia. Y durante el siglo XIX seguían siendo habituales cantantes capones en las óperas. Así que debía ser un asunto polémico. La aberración de mutilar a niños para jugar con su cuerpo era evidente. Pero en los castrati había otra ética. No se les mutilaba para servirse de su cuerpo ni por maldad. Era por el arte, y no un arte cualquiera, era por el canto, una de las entonces seis bellas artes. Se trataba además de una tradición muy larga, bendecida por los siglos. Y aquellos eunucos vivían muy bien, eran celebridades agasajadas.
Tradición, arte, aficionados devotos; esto nos suena. Por supuesto, no es lo mismo castrar a un niño que pinchar y matar a un toro. Pero el sentido común dicta que ni el cariño por la tradición ni la altura del arte pueden ser torbellinos que succionen la ética elemental. La polémica sobre el espectáculo taurino no viene con moderneces animalistas ni postureos pijoprogres. La polémica viene de lejos, no es de ahora. Los taurinos tienen sus argumentos. Una corrida no es como tirar la cabra del campanario, donde la risotada viene cuando la cabra se destripa en el suelo. El toreo implica la muerte y martirio del animal, pero no es eso lo que disfruta el aficionado. Hace poco Víctor Guillot calificó el toreo de José Tomás como dramático y tenebrista, y el de Morante de la Puebla como barroco. Sabía lo que decía, en una corrida suceden cosas que admiten etiquetas como dramático o barroco. Y también es verdad que los pollos que nos comemos no conocen más que el tormento, mientras que un toro de lidia solo sufre la última media hora de su vida. El resto de su tiempo vive bien, como un castrato.
Siento poca cercanía con el llamado animalismo. Es difícil de cuadrar en una doctrina coherente la cuestión de los derechos de los animales. Me gusta más la expresión de Víctor Guillot. No se trata de los derechos de los animales, sino de algo más palpable, que son límites de la dignidad humana. En marzo de este año un tipo abandonó a su perro para ir de vacaciones y, para librarse del engorro de que lo siguiera, le partió las patas. Imagino los alaridos del animal y su aturdimiento por aquella mano que le venía dando de comer. La expresión es correcta: es dignidad humana, humanidad básica, lo que se quiebra. Y los límites de la dignidad humana no pueden contraponerse a una libertad que no podría ser otra que la que disfrutaban los macarras del instituto en el recreo y se ejerce con plenitud en la jungla. Hay algo que tiene que ver con la dignidad humana en un espectáculo público que incluye mugidos de dolor, palos coloreados clavados en la carne y borbotones densos de sangre de un animal al que se atormenta. Toda esta discusión es habitual y monótona.
Lo singular de Gijón fue que el detonante de la supresión del jolgorio taurino hayan sido los nombres de los toros, los famosos Nigeriano y Feminista. A primeros de los setenta aquí nadie sabía inglés. En la tele, daba la sensación de que las frases del español duraban mucho más que las del inglés. En uno de sus monólogos, Gila decía de los ingleses con fastidio «les das un discurso y te devuelven un refrán». Algo así pasó en la prensa con este incidente. Decir que se suprimen las corridas por el nombre de dos toros es el refrán en que la prensa dejó una historia un poco más larga. Hace mucho que hay polémicas ruidosas en Gijón por las corridas de toros. Y vuelvo a estar de acuerdo con el razonamiento de Guillot (qué día llevo) sobre la falta de popularidad de ese espectáculo en la ciudad. La gente a la que no gusta el fútbol sabe muy bien en qué se nota su popularidad: está todos los días en todas partes, ocupa periódicos y canales, los no futboleros se hartan. De toros se habla y se publica poco en Gijón, solo unos días al año y tampoco mucho. Había algo más que dos nombres.
Los nombres resultaron explosivos, y esto se dijo poco en el refrán de la prensa nacional, porque el torero era Morante de la Puebla, devoto confeso de Vox. La historia de un torero simpatizante de un partido machista y racista toreando a Feminista y Nigeriano crujía las entretelas de aceptable. Por lo que pude leer, parece que todo fue una fatal coincidencia de nombres y torero de Vox, y que la historia no es lo que parece. Es posible que lo de los nombres haya sido un error de la alcaldesa. Esto cambia poco la historia, aunque le da gracia. Hay errores célebres que fueron para bien. La Viagra fue el resultado de un fracaso para tratar la angina de pecho. El Post It se hizo porque salió mal un pegamento fuerte. Hasta la penicilina se dice que apareció por un descuido de Fleming, que olvidó un cultivo bacteriano en una ventana. Si, con más modestia, un error por ignorancia provocó una decisión correcta, será un caso más. La razón o sinrazón de los nombres cambia el refrán de la prensa, pero no cambia lo fundamental. Y los modos de la regidora tampoco.
Todo esto armaría menos ruido si no pasara lo que dice el Juli, que la cosa tiene «tintes políticos ideológicos». Pero el Juli debe ajustar su puntería. La cuestión debería ser sobre los límites de la dignidad humana en el trato con los animales, no sobre la derecha y la izquierda. Sobran ejemplos célebres de taurinos izquierdistas. Ahí tenemos a Tierno Galván y nada menos que a Jon Idígoras. No hace tanto que murió Antoñete, un torero que proclamaba su izquierdismo. Y hasta se dice que José Tomás evitó brindar el toro al Rey y que deja algunas otras pistas. A saber. La derecha populista y la ultraderecha son muy dadas a estereotipos de grupos humanos. Los estereotipos siempre son una versión deshidratada, simplona y desaborida de lo que pretende representar. Cuando el estereotipo es de un grupo ajeno, se utiliza para sostener prejuicios racistas, xenófobos o clasistas. Cuando el estereotipo es del grupo humano propio, se utiliza para excluir y para sostener el sectarismo en resortes emocionales espurios. La derecha más destemplada hace tiempo que cultiva un estereotipo propio, de España y lo español, cutre, simplón y de un patrioterismo a la vez empalagoso y zafio. Y lo hace para lo que se hacen estas cosas, para distraer en simbolismos vacuos los temas reales y para disfrazar el sectarismo de patriotismo impostado. Los toros fueron utilizados para este estereotipo. Es evidente la atmósfera rancia de derecha antañona que rodea la imagen pública de las corridas y es obvio el uso y abuso de los toros en el simbolismo patriotero de las derechas. En buena parte de España, Gijón y Asturias incluidos, los toros son un folclore ajeno. En unos sitios más rápido que en otros, es un espectáculo en declive porque cada vez resulta más extraño a los tiempos.
El Juli debería afinar su puntería cuando se queja de tintes ideológicos y mirar a la derecha y su caricatura pastosa de la tauromaquia que acelera su decadencia, esa caricatura en la que cada toro que muere en la plaza lo hace por la patria, de manera dulce y honorable, como reza la oda de Horacio. Cuánta bobada.
La Vox de Asturias DdA, XVII/4932
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