sábado, 28 de agosto de 2021

LAS CENIZAS DE LOS PERROS

Puede ser una imagen de perro

Nacho González

Por imperativos de la paternidad y superados ampliamente los cuarenta años, dos son las cosas que he tenido que asumir para regocijo de mi compañero de piso, que ahora merodea los trece años y se asoma al balcón de la adolescencia pidiendo pista y conteniendo difícilmente sus hormonas en 'rompan filas'.

La primera fue aprender a montar en bicicleta, algo que conseguí recientemente y después de no pocos intentos y 'asfaltazos'. Yo, que siempre fui parco para la cosa del ejercicio físico y que pertenezco a una generación criada en la calle, donde correr era de cobardes.

A mí, que me importa un pito saber de piñones y catalinas y que no me he puesto el casco ni para ir a la guerra (la verdadera guerra, la de todos los días), que ni sé cómo se escribe 'llanta'. Ni tengo cuerpo para culotes, ni me sé más de siete nombres del pelotón internacional.

La segunda es más seria: amamantar perras, recoger 'cagarrutas', permitir que algo o alguien ocupe mi parte del sofá, ese pequeño reino afortunado, coto vedado de todos mis exilios, que un minúsculo cuerpo, peludo y resabiado, abanderado de todos los caprichos tenga su espacio entre nosotros, ha sido una dura prueba superada con éxito primero por 'Nana' y luego por 'Lía'.

Unas perritas 'schnauzer' que ya no están con nosotros, pero que han marcado vidas y pasiones, determinado vacaciones, reducido salidas o decidido itinerarios, condicionado la bolsa menguada de la nómina, establecido prioridades, incorporado al presupuesto familiar su cuota de piensos y 'delicatessen', a la bolsa de la compra sus bolsitas, toallitas y demás zarandajas; al carrito del híper correas, gabardinas, bebederos y camas; al calendario de vacunas sus dosis milimétricas de virus; al libro de visitas obligatorias las de su veterinaria, de la que se llegó a hablar en casa con tal nivel de confianza que parece una más de la familia. Yo, que durante muchos años concebí mi casa como reino de taifas, o señorío feudal, como espacio libre de bichos, que soy antiperruno como casi todos mis congéneres, por machote (o por ignorante, que es lo mismo), que alguna vez dije aquello de «por encima de mi cadáver...», que siempre pensé que entre la correa que te ata a un perro y el rollo sado-maso hay un cierto hilván (sacar a alguien a pasear aunque haga un frío de cuchillo, recoger sus cosas con reverencia, limpiar pezuñas y morros, besar, ¿besar?, hocicos fríos...), guardo en una cajita las cenizas de 'Nana', y con las de Lía no sé qué hacer con ellas.

Tal vez son el recordatorio contra el olvido, de que alguna vez, a no importa qué hora o en no importa qué momento del día, alguien se alegró de verme, puso a tiro su lomo para las frustraciones, puso calor al frío, cauterio a las heridas.

Supo mirar y callar con infinito silencio, gruñó lo necesario, ladró lo deseable, reparceló la casa y descubrió rincones del mundo que yo no hubiera hollado por mi cuenta, se atrevió con la literatura, supo mear sobre la mala y respetar la buena, y le gustó como a mí la World music, y se ciscó en bisbales y poyeyas.

Y todo esto sin asistir a clase alguna, sólo interpretando gestos, escrutando miradas, intercambiando códigos entre especies distintas (o no tanto).

Y fue feliz con poco. Dice Mario Benedetti que «una mujer desnuda y en lo oscuro, desbarata por una vez la muerte». Les puedo asegurar que, a lo mismo, un perro también ayuda mucho.

Así que aquí me tienen dándoles consejo: visite las perreras y los albergues, no se haga el sordo cuando algo o alguien parece que le habla. Ellos hablan y cantan, y sobre todo callan y quieren con infinito amor, con ese amor que usted, machote, jamás se atrevió a considerar.

DdA, XVII/4932

No hay comentarios:

Publicar un comentario