Raúl Solís
Llevo varios días sufriendo en silencio mi falta de pericia sobre el universo de los chuletones de ternera. No sé qué sabor tienen, ni su textura, ni siquiera cómo se cocinan. En mi casa mi madre alimentaba a la familia de ocho miembros con pescadilla frita, lomo de cerdo a la plancha, sardina y boquerones fritos, carne de cerdo con tomate, pucheros, arroces, huevos, pollo en todas sus variantes, chacina de la matanza y, cuando era festivo, nos premiaba con alguna cosa más fina como langostinos o costillas ibéricas que, hechas encima de las brasas de la chimenea, sabían a gloria. Y de acompañamiento, muchas papas fritas, acelgas, espinacas o tomates.
Cuando con 18 años empecé a trabajar en hoteles como ayudante de cocina mi mayor sorpresa fue conocer alimentos que nunca había comido. Nunca había comido lubinas, doradas, merluzas de pincho, pargo, rodaballo o salmón. En el mundo de las carnes, por supuesto, no había visto nunca un chuletón de ternera ni de lejos. Quizás a eso se debe que no me guste la carne de ternera nada más que en el puchero, que era en el único plato donde mi madre echaba un trocito de jarrete de ternera que podía pagar.
A eso se debe que cuando voy al supermercado valore
sobremanera tener ahora la fortuna de poderme permitir comprar una doradita o
una lubina, incluso
langostinos, rodaballo o medio kilito de cerezas. Sólo quienes han sufrido carencias materiales saben
la felicidad que se experimenta cuando se hace la compra en el supermercado sin
el agobio de mirar los precios y sumar mentalmente para no pasar la vergüenza
de tener que devolver productos en la línea de caja.
A pesar de que estoy convencido de que nunca he comido un chuletón de ternera,
tampoco centollos o bogavantes, me entró la duda cuando saltó el festival de
chuletones de ternera en respuesta a las declaraciones de Alberto Garzón,
ministro de Consumo. Así que, ni corto ni perezoso, llamé a mi madre para
preguntarle si ella alguna vez nos daba chuletones de ternera para cenar: “De dónde, hijo, eso es
prohibitivo”, me respondió.
Cuando estos días veo a la España de los privilegios presumir de comer
chuletones de ternera me pregunto si son conscientes de que viven en un país
donde casi un tercio de la población no come pescado, carne
que no sea pollo y frutas en su dieta de forma regular por falta de ingresos.
No tengo datos oficiales, pero seguramente la mitad de la población española no
coma nunca un chuletón de ternera que cuesta el kilo entre 20 y 25 euros en
la carnicería, entre 50 y 70 euros si es en un restaurante. Imagínese preparar
una cena a base de chuletones para una familia de cuatro miembros. ¿Qué familia
tipo de cuatro miembros tiene en España el poderío de poderse gastar 100 euros
en una cena cotidiana?
Si los chuletones de ternera los comieran las familias humildes,
ya se habrían prohibido, pero como los comen los monederos más afortunados se
ha montado la marimorena. Cómo osa un ministro aconsejar a
los que todo lo tienen que deben moderar el consumo de carnes rojas porque es
malo para la salud y también para el medio ambiente, por el exceso de agua (15.000
litros) que consume una vaca para producir un kilo de carne.
La lucha contra el cambio climático molaba mucho cuando sólo
consistía en plantar jardines verticales en las sedes de las
grandes empresas o ministeriales para que la vegetación diera oxígeno y sombra
a los ministros y ejecutivos de las grandes empresas, el problema viene cuando no
basta con colocarse una chapita en la solapa de una chaqueta de Armani porque
el cambio climático va de redistribución de la riqueza y recursos naturales y
no de jardinería.
Ojalá todos aquellos que estos días presumen de comerse unos
buenos chuletones de ternera enseñaran alguna vez por redes sociales el
último libro que se han leído, la película que han ido a ver al cine o la obra
de teatro de la que han disfrutado. Presumen de chuletones porque el chuletón es símbolo de poder,
de privilegios y de estatus en un país donde un tercio de su población se
alimenta de hidratos de carbono, bollerías industriales, harinas de mala
calidad, pollo, arroz y, a primero de mes, a lo mejor sardinas, boquerones o pijotas de las baratas.
Hacen ostentación de los chuletones que se comen porque el
chuletón representa la diferencia abismal que existe entre la vida real y
sus vidas de privilegios. Si los chuletones costaran a tres euros el kilo, las
sardinas costarían 30 euros el kilo y comerían sardinas porque de lo que se
trata es de hacer ostentación de la diferenciación social que
existe entre los kilos de vida real que soporta la gente sencilla y las vidas
de élite.
La lucha contra el cambio climático llevan años haciéndola
las familias humildes, a la fuerza, a base de carencias materiales, ahora ha llegado el turno de
que también la practiquen los ricos y ahí es cuando empiezan los problemas, las
resistencias y las polémicas. El cambio climático es lucha de clases, amiguis. La
polémica es que los que consumen mucho no están dispuestos a consumir un
poquito menos para que podamos vivir todos.
La última hora DdA, XVII/4890
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