lunes, 12 de julio de 2021

POR ESO CONSTRUIMOS UN ARMARIO Y NOS REFUGIAMOS EN LA SOLEDAD...

Raúl Solís

Dicen los que sólo ven violencia política cuando la ejerce una persona migrante que Samuel no ha podido ser asesinado por homofobia porque en su casa no sabían nada de su orientación sexual. Obvian que el padre de la criatura es pastor evangélico y que el entorno ultrareligioso hace imposible vivir con naturalidad la sexualidad. “No lo había dicho ni en su casa”, dicen para quitarle la carga de la homofobia al crimen que acabó con su vida al grito de maricón.

Estaría bien que no habláramos de lo que no sabemos. Salir del armario en casa es lo último que hacemos casi todas las personas LGTBI porque hemos crecido asimilando que ser como nosotros somos es malo, inmoral, pecado o delito. Una gran cantidad de señales no verbales nos van diciendo desde la más tierna infancia que no somos dignos de ser amados si nos expresamos como realmente somos. O te adaptas o te extingues, así que nos construimos un caparazón el tiempo que podemos para ahorrarnos sufrimientos.

Por esos construimos un armario y nos refugiamos en la soledad de nuestra habitación, de la calle, de las adicciones, del cine, de los libros o del universo protector que cada persona LGTB es capaz de construirse para protegerse de la violencia cotidiana que recibimos desde que tenemos uso de razón.

Antes de saber que yo era homosexual, recuerdo como si fuera ayer que mi padre se ponía hecho un energúmeno cuando en televisión salían Raphael, Paco Clavel o Bibi Andersen. “Vaya mariconazos están hechos”, decía. Yo cuando lo escuchaba me hacía tan pequeño que me escondía debajo de mi almohada con un frío helado incluso en agosto. Mi abuela me apuntó a una academia de baile flamenco y cuando me di cuenta que era el único niño me quité por miedo a que mi padre pensara que era maricón. No le deseo a nadie la experiencia de sentir frío en agosto en la soledad de tu habitación porque piensas que nadie te quiere y nadie va a quererte en el futuro por algo que no puedes cambiar ni aunque te acuestes rezando y le pidas a todos los santos 'amanecer normal'.

Yo de pequeño me imaginaba en mi adultez solo, sin familia, deambulando de una ciudad a otra buscando gente que me quisiera. Cuando mis hermanos me llamaban maricón, y no me lo llamaban mucho porque no tuve demasiada pluma por la cuenta que me tenía, se me paraba el cuerpo y sólo quería huir, subirme a algunos de los trenes que pasaban debajo de mi casa y que me llevaran a algún sitio desconocido. Me hubiese dado igual a qué sitio porque en cualquiera hubiese sido más feliz.

Sólo quería estar solo, no conocer a nadie, huir, escapar, ser libre, estar bien lejos de un padre al que le tenía terror y de una madre que tampoco me lo puso fácil. Salir del armario en casa es lo último que hacemos una gran mayoría de personas LGTB. Lo primero que hacemos es irnos de casa, huir, buscar seguridad y un espacio de afectos porque tenemos pavor de que nuestros padres nos desprecien.

Yo me fui de mi casa con 19 años a trabajar de ayudante de cocina fuera para quitarme del medio. Abandoné mis ganas de ir a la universidad y los pocos amigos que tenía. Nada era más importante que huir. Creía que si mis padres se enteraban que era gay me darían una paliza de muerte y me echarían de casa, pero eso no era lo que más me asustaba. Lo que más miedo me daba era el señalamiento, la vergüenza moral, sentir que no era digno de ser amado, que era un pecado y un ser abyecto para quienes tenían que protegerme. Me imaginaba paseando por Mérida, la ciudad donde nací, y que todo el mundo se fuera dando codazos a mi paso: "Ahí va el maricón ese".

Cuatro años después de irme de mi casa, con 23 años, desde Asturias, donde encontré mi espacio de seguridad, le dije a mi madre por teléfono que era gay porque insistentemente me preguntaba por qué no quería regresar a Mérida. Todavía recuerdo su voz solemne al otro lado del teléfono cuando le dije que era homosexual: “¡Qué vergüenza me vas a hacer pasar! ¡Qué disgusto se va a coger tu padre cuando se entere!

No me preguntó cómo estaba, cómo habían sido mis últimos cuatro años sobreviviendo fuera de mi casa, con trabajos de mierda y más solo que la una. Lo único que le importaba era la vergüenza que ella iba a sentir y el disgusto que se pillaría mi padre. Para mi sorpresa, cuando se lo dije a mi padre me dijo: “¿Por qué no me lo has dicho antes, hijo? Lo que habrás tenido que sufrir”.

Cada vez que recuerdo esta frase de mi padre lloro desconsoladamente como estoy llorando ahora que escribo estas líneas. Casi con 25 años descubrí que tenía un padre que me quería, que me habría ayudado si hubiese salido del armario y que la homofobia lo había hecho tan víctima como a mí. Mi padre, que tiene ya casi 80 años y está delicado de salud, no podrá recuperar nunca al hijo que perdió y yo tampoco podré recuperar al padre que la homofobia me robó. Las personas LGTB no sólo perdemos a nuestros padres, perdemos también la infancia, la adolescencia, el despertar sexual, el primer amor con naturalidad y hasta una forma sana de afrontar por las relaciones sexoafectivas. No hay justicia en la tierra que pueda pagar la sensación de que te han robado los mejores años de tu vida metido en un armario, viviendo en la oscuridad del mundo.

Precisamente el hecho de no haber salido del armario en casa es lo que nos convierte en más vulnerables, porque no tenemos apoyos afectivos que nos den seguridad y nos refuercen emocionalmente. Ojalá pudiéramos salir del armario con pocos años o no tener que hacerlo para no perdernos los primeros 20 o 25 años de nuestras vidas escondidos en un refugio para protegernos de un mundo que nos desprecia mucho antes de que nosotros sepamos que somos lesbianas, gais, bisexuales o trans. Ojalá Samuel hubiese tenido unos padres que lo hubiesen querido como era y hubiesen entendido desde el primer minuto de su asesinato que la muerte de su hijo es política como políticos son los insultos, la soledad, el desprecio y la vida que nos dejamos por el camino las personas LGTB por miedo a expresar quiénes somos.

La última hora DdA, XVII/4891

No hay comentarios:

Publicar un comentario