Octavio Colis
Y el año 1981 comenzó a fluir en España
como un anexo de 1980, sin corregir ninguna de las tendencias desastrosas que
venía arrastrando desde la muerte de Franco, más bien parecía que se acentuaban
día a día, convirtiéndose la incertidumbre en la característica principal de
“la Transición”. A pesar de la puesta en marcha de los Pactos de la Moncloa,
las crisis se sucedían creando problemas serios, la inflación se mantenía en
niveles preocupantes, y el desempleo crecía porque los inversores de la derecha
no querían arriesgar su capital en un gobierno que se dirigía hacia el
socialismo (desde 1975 había empezado una fuga de capitales de “los patriotas”
que resultaba muy preocupante). Se producían constantes fricciones políticas
entre los partidos por sus concepciones diversas de la organización del Estado
de las Autonomías, fundamental y paradójicamente en la UCD y en el gobierno de
la nación, que era quien debía implementarlas. ETA seguía asesinando. La
Iglesia, a través de la Conferencia Episcopal, pretendía seguir manteniendo sus
privilegios excesivos (no pagar impuestos por sus propiedades, por ejemplo, y
sigue haciéndolo, no haciéndolo, quiero decir), y aunque la Ley de Divorcio no
sería aprobada hasta el 22 de junio de 1981, ya se estaba estudiando su redacción
desde hacía meses, y a mediados de diciembre de 1980, la Comisión de Justicia
del Congreso había aprobado un proyecto de ley del divorcio mucho más permisivo
que el que habían acordado Suárez y el cardenal Tarancón. Por lo que el único
apoyo eclesial con el que vagamente contaba Adolfo Suárez, el de Tarancón, se
rompió definitivamente.
El entonces grupo de poder más
peligroso, el Ejército (herederos de “los africanistas”), estaba constantemente
requiriendo al rey que frenara la actuación política de Suárez. En privado y
con la gente que podía escucharle hablar de eso, el rey reconocía que se había
equivocado con Suárez. La relación entre ambos se había ido deteriorando de tal
manera que en algunas reuniones privadas en La Zarzuela se oían los gritos de
ambos desde los jardines del palacio. A partir de 1980 el enfrentamiento entre
ellos rayaba ya en la pelea cuerpo a cuerpo. Y estando así las cosas entre
ellos dos, el tres de enero de 1981 el general Alfonso Armada (que había sido
Secretario de la Casa Real durante años) se ofreció al rey como “organizador
moderado de la rectificación política inaplazable”, rectificación que según el
general Armada evitaría un golpe de estado duro, que era lo que pretendía el
general Jaime Milans del Bosch. El plan era el siguiente: si Suárez dimite, él
ya había hablado con varios militares, obispos y civiles, entre los que estaban
Fraga, Mújica y Felipe González (y parece ser que aceptaron el tejemaneje
golpista, aunque aducirían luego en privado que lo hicieron para no quedar
fuera del control de lo que sucediera) para formar un Ejecutivo de
concentración que evitara el golpe de estado duro que proponían militares como
Milans del Bosch y civiles franquistas con mucho poder social y financiero.
También le dijo Armada al rey que contaba con el silencioso apoyo de la
Conferencia Episcopal que en ningún caso tomaría otro partido que el que el rey
tomara (¿?).
Tras la propuesta de Armada en el
Palacio de la Zarzuela, esa misma tarde, Juan Carlos se presentó en la
residencia oficial del presidente del gobierno, el Palacio de la Moncloa, para
intentar convencer al presidente de que trajera al general Armada a Madrid como
segundo jefe de Estado Mayor para que moderara las intenciones de los militares
más decididos a dar un golpe de estado a la turca, pero Suárez se negó: “Armada
no es la solución, sino el problema”, le contestó al rey. Durante las dos
semanas siguientes el rey estuvo de consultas con unos y otros, hasta que el 22
de enero se produce el encontronazo definitivo entre el retórico representante
de la voluntad popular en las urnas, el presidente Suárez, y la figura retórica
que representaba el rey como jefe del Estado, y máxima autoridad militar. Uno
de los dos sobraba en el organigrama político español, y los dos lo sabían. Al
día siguiente, el de la última trifulca entre los dos en la que casi llegan a las
manos –según cuenta en un libro Pilar Urbano, periodista nada sospechosa de
rojeríos-, el rey decide irse de cacería (como hacía Carlos III cuando
detectaba problemas), pero Armada le hace regresar al Palacio de la Zarzuela
para reunirse con la cúpula militar rebelde. Y en esa reunión, Milans le expone
las cosas muy claramente: Suárez debe dimitir, ¡YA!
Y seis días después, el día 29 de enero,
Suárez aparecía de improviso en RTVE, interrumpiendo la emisión, para informar
que presentaba su dimisión irrevocable como presidente del Gobierno y de la
presidencia de su partido, la UCD: “He llegado al convencimiento de que hoy, y
en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi
permanencia en la Presidencia”. En su discurso aseguraba que no se iba por
cansancio en el cargo, ni porque hubiera sufrido ningún revés superior a su
capacidad de encaje; ni tampoco por temor al futuro. De una manera ambigua y
misteriosa decía que las palabras ya no le parecían suficientes y que era
preciso demostrar con hechos “lo que somos y lo que queremos. Como
frecuentemente ocurre en la historia, la continuidad de una obra exige un
cambio de personas, y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia
sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”.
Pero la dimisión de Suárez, que quizá
sorprendió a los golpistas, no era suficiente para ellos. La UCD había puesto
en marcha inmediatamente el proceso de sustitución de Suárez en un congreso
celebrado en Mallorca, en el que había salido elegido Agustín Rodríguez-Sahagún
para sustituirle en la presidencia del partido. Y tras la perceptiva ronda de
consultas con los partidos políticos, el rey había designado a Leopoldo Calvo
Sotelo, de la UCD, como candidato a la Presidencia del Gobierno, y éste había
aceptado.
Es evidente que el periodista Emilio
Romero, enemigo declarado de Suárez, tenía información privilegiada -como
durante toda su vida-, cuando escribió el artículo de ABC del día 31 de enero,
proponiendo un “golpe de timón” que debía dirigir el general Armada. Es decir,
proponía al rey que hiciera como habían hecho su abuelo y su bisabuelo, colocar
al frente de la nación a un militar golpista. No sé si Franco había previsto
que tras su muerte las cosas iban a desarrollarse de esa manera tan contumazmente
borbónica. Quizá su duda hubiera estado en si fuera más conveniente la parte
dura del proyecto golpista, eufemísticamente llamado “golpe de timón” por
Emilio Romero, la que proponía el general Milans del Bosch: un golpe de Estado
a la turca (todo militares), o fuera más conveniente el proyecto de golpe de
Estado blando que proponía el general Armada, algo parecido al que llevó a cabo
en Francia el general De Gaulle en 1958, asunto del que Armada podría haber
conocido sus entresijos muy de cerca durante sus años de estancia, 1959-1960,
en la Escuela de Guerra de París. No sé qué hubiera preferido Franco.
El caso es que el 23 de febrero de 1981,
estando los parlamentarios y las parlamentarias en la Cámara Baja dilucidando
si sí o si no a la aceptación de Calvo Sotelo como presidente de gobierno,
cuando se presentó dando voces en el hemiciclo el teniente coronel Antonio
Tejero, el de la Operación Galaxia, seguido de otros guardiaciviles armados.
Eran exactamente las 16,30 de la tarde, las 15,30 en Canarias.
Yo me encontraba en Logroño, estaba
mostrando en esos días, en mi primera gran exposición, una colección de
pinturas al óleo y dibujos en el Museo de La Rioja. Y en ese momento, mientras
esperaba para dirigirme al museo como todas las tardes, dormitaba en el sillón
de mi padre, junto a mi madre, viendo sin ver y escuchando sin escuchar en la
televisión la relación tediosa de síes, noes y abstenciones de sus señorías,
que votaban en segunda vuelta la aprobación del discurso de Calvo Sotelo para su
investidura como presidente de Gobierno.
Tras el susto inicial, corrí al teléfono
y llamé a Madrid, como si supusiera que allí se enteraran mejor de las cosas.
Pero sabían lo mismo que yo. Mi madre andaba por el pasillo muy intranquila, y
mi padre había cerrado la clínica y se había venido a casa. Cuando abrió la
puerta nos miramos, y murmuró: Otra vez no… otra vez no…
DdA, XVII/4892
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