martes, 13 de julio de 2021

LOS ENFRENTAMIENTOS ENTRE EL REY Y SUÁREZ ERAN A GRITOS EN 1981

Octavio Colis

Y el año 1981 comenzó a fluir en España como un anexo de 1980, sin corregir ninguna de las tendencias desastrosas que venía arrastrando desde la muerte de Franco, más bien parecía que se acentuaban día a día, convirtiéndose la incertidumbre en la característica principal de “la Transición”. A pesar de la puesta en marcha de los Pactos de la Moncloa, las crisis se sucedían creando problemas serios, la inflación se mantenía en niveles preocupantes, y el desempleo crecía porque los inversores de la derecha no querían arriesgar su capital en un gobierno que se dirigía hacia el socialismo (desde 1975 había empezado una fuga de capitales de “los patriotas” que resultaba muy preocupante). Se producían constantes fricciones políticas entre los partidos por sus concepciones diversas de la organización del Estado de las Autonomías, fundamental y paradójicamente en la UCD y en el gobierno de la nación, que era quien debía implementarlas. ETA seguía asesinando. La Iglesia, a través de la Conferencia Episcopal, pretendía seguir manteniendo sus privilegios excesivos (no pagar impuestos por sus propiedades, por ejemplo, y sigue haciéndolo, no haciéndolo, quiero decir), y aunque la Ley de Divorcio no sería aprobada hasta el 22 de junio de 1981, ya se estaba estudiando su redacción desde hacía meses, y a mediados de diciembre de 1980, la Comisión de Justicia del Congreso había aprobado un proyecto de ley del divorcio mucho más permisivo que el que habían acordado Suárez y el cardenal Tarancón. Por lo que el único apoyo eclesial con el que vagamente contaba Adolfo Suárez, el de Tarancón, se rompió definitivamente.

El entonces grupo de poder más peligroso, el Ejército (herederos de “los africanistas”), estaba constantemente requiriendo al rey que frenara la actuación política de Suárez. En privado y con la gente que podía escucharle hablar de eso, el rey reconocía que se había equivocado con Suárez. La relación entre ambos se había ido deteriorando de tal manera que en algunas reuniones privadas en La Zarzuela se oían los gritos de ambos desde los jardines del palacio. A partir de 1980 el enfrentamiento entre ellos rayaba ya en la pelea cuerpo a cuerpo. Y estando así las cosas entre ellos dos, el tres de enero de 1981 el general Alfonso Armada (que había sido Secretario de la Casa Real durante años) se ofreció al rey como “organizador moderado de la rectificación política inaplazable”, rectificación que según el general Armada evitaría un golpe de estado duro, que era lo que pretendía el general Jaime Milans del Bosch. El plan era el siguiente: si Suárez dimite, él ya había hablado con varios militares, obispos y civiles, entre los que estaban Fraga, Mújica y Felipe González (y parece ser que aceptaron el tejemaneje golpista, aunque aducirían luego en privado que lo hicieron para no quedar fuera del control de lo que sucediera) para formar un Ejecutivo de concentración que evitara el golpe de estado duro que proponían militares como Milans del Bosch y civiles franquistas con mucho poder social y financiero. También le dijo Armada al rey que contaba con el silencioso apoyo de la Conferencia Episcopal que en ningún caso tomaría otro partido que el que el rey tomara (¿?).

Tras la propuesta de Armada en el Palacio de la Zarzuela, esa misma tarde, Juan Carlos se presentó en la residencia oficial del presidente del gobierno, el Palacio de la Moncloa, para intentar convencer al presidente de que trajera al general Armada a Madrid como segundo jefe de Estado Mayor para que moderara las intenciones de los militares más decididos a dar un golpe de estado a la turca, pero Suárez se negó: “Armada no es la solución, sino el problema”, le contestó al rey. Durante las dos semanas siguientes el rey estuvo de consultas con unos y otros, hasta que el 22 de enero se produce el encontronazo definitivo entre el retórico representante de la voluntad popular en las urnas, el presidente Suárez, y la figura retórica que representaba el rey como jefe del Estado, y máxima autoridad militar. Uno de los dos sobraba en el organigrama político español, y los dos lo sabían. Al día siguiente, el de la última trifulca entre los dos en la que casi llegan a las manos –según cuenta en un libro Pilar Urbano, periodista nada sospechosa de rojeríos-, el rey decide irse de cacería (como hacía Carlos III cuando detectaba problemas), pero Armada le hace regresar al Palacio de la Zarzuela para reunirse con la cúpula militar rebelde. Y en esa reunión, Milans le expone las cosas muy claramente: Suárez debe dimitir, ¡YA!

Y seis días después, el día 29 de enero, Suárez aparecía de improviso en RTVE, interrumpiendo la emisión, para informar que presentaba su dimisión irrevocable como presidente del Gobierno y de la presidencia de su partido, la UCD: “He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia”. En su discurso aseguraba que no se iba por cansancio en el cargo, ni porque hubiera sufrido ningún revés superior a su capacidad de encaje; ni tampoco por temor al futuro. De una manera ambigua y misteriosa decía que las palabras ya no le parecían suficientes y que era preciso demostrar con hechos “lo que somos y lo que queremos. Como frecuentemente ocurre en la historia, la continuidad de una obra exige un cambio de personas, y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”.

Pero la dimisión de Suárez, que quizá sorprendió a los golpistas, no era suficiente para ellos. La UCD había puesto en marcha inmediatamente el proceso de sustitución de Suárez en un congreso celebrado en Mallorca, en el que había salido elegido Agustín Rodríguez-Sahagún para sustituirle en la presidencia del partido. Y tras la perceptiva ronda de consultas con los partidos políticos, el rey había designado a Leopoldo Calvo Sotelo, de la UCD, como candidato a la Presidencia del Gobierno, y éste había aceptado.

Es evidente que el periodista Emilio Romero, enemigo declarado de Suárez, tenía información privilegiada -como durante toda su vida-, cuando escribió el artículo de ABC del día 31 de enero, proponiendo un “golpe de timón” que debía dirigir el general Armada. Es decir, proponía al rey que hiciera como habían hecho su abuelo y su bisabuelo, colocar al frente de la nación a un militar golpista. No sé si Franco había previsto que tras su muerte las cosas iban a desarrollarse de esa manera tan contumazmente borbónica. Quizá su duda hubiera estado en si fuera más conveniente la parte dura del proyecto golpista, eufemísticamente llamado “golpe de timón” por Emilio Romero, la que proponía el general Milans del Bosch: un golpe de Estado a la turca (todo militares), o fuera más conveniente el proyecto de golpe de Estado blando que proponía el general Armada, algo parecido al que llevó a cabo en Francia el general De Gaulle en 1958, asunto del que Armada podría haber conocido sus entresijos muy de cerca durante sus años de estancia, 1959-1960, en la Escuela de Guerra de París. No sé qué hubiera preferido Franco.

El caso es que el 23 de febrero de 1981, estando los parlamentarios y las parlamentarias en la Cámara Baja dilucidando si sí o si no a la aceptación de Calvo Sotelo como presidente de gobierno, cuando se presentó dando voces en el hemiciclo el teniente coronel Antonio Tejero, el de la Operación Galaxia, seguido de otros guardiaciviles armados. Eran exactamente las 16,30 de la tarde, las 15,30 en Canarias.

Yo me encontraba en Logroño, estaba mostrando en esos días, en mi primera gran exposición, una colección de pinturas al óleo y dibujos en el Museo de La Rioja. Y en ese momento, mientras esperaba para dirigirme al museo como todas las tardes, dormitaba en el sillón de mi padre, junto a mi madre, viendo sin ver y escuchando sin escuchar en la televisión la relación tediosa de síes, noes y abstenciones de sus señorías, que votaban en segunda vuelta la aprobación del discurso de Calvo Sotelo para su investidura como presidente de Gobierno.

Tras el susto inicial, corrí al teléfono y llamé a Madrid, como si supusiera que allí se enteraran mejor de las cosas. Pero sabían lo mismo que yo. Mi madre andaba por el pasillo muy intranquila, y mi padre había cerrado la clínica y se había venido a casa. Cuando abrió la puerta nos miramos, y murmuró: Otra vez no… otra vez no…

     DdA, XVII/4892     

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