martes, 6 de julio de 2021

LA CARRÁ, UNA SONRISA INVENTADA POR LA REALIDAD


Víctor Guillot

Aquella rubia había sido muchas rubias, incluida mi madre, todas confundidas, todas familiares, eróticas, eléctricas, como esas mujeres de revista, distintas, iguales, intermitentes, constantes, como volcanes que de pronto rompían el tedio del día con su sonrisa a través de la imagen nocturna, catódica y volcánica de la televisión. Y luego estaba aquel niño que miraba embobado la pantalla del televisor sentado al abrigo de la moqueta del suelo que llegaba a confundir el espectáculo de la vida con la vida del espectáculo. Así vivió toda una generación a Raffaella Carrà, a la que fuimos cogiendo con el tiempo más simpatía y afecto hasta hacer de ella un icono, una primera y fingida mujer que la imaginación había ido grabando sobre el pentagrama del deseo y la alegría.

Raffaella era mi madre en la televisión. El suyo era, por una parte, un erotismo desaforado y libertario, que se completaba con la complicidad clandestina de una votante del PCI y la imagen disco pop de una showgirl capaz de situar a la mujer a la misma altura pop que Adriano Celentano. Raffaella lo era todo en la RAI, al menos, todo lo honesto que podía ser la RAI democristiana de AndreottiWojtyla y la mafia. Si Mina era la encarnación de la tragedia clásica a través de sus baladas, Raffaella era puro funk y después el rostro y el ombligo de la música disco. Raffaella hacía música de negros, reconvertida en música italiana para blancos que conseguía que los españoles, en los estertores de la dictadura, se sintieran más modernos, más europeos y más castigados después, sin necesidad de llegar a sucumbir, o también ,a la cultura del destape. Bastaba arquear la cintura, desencajar la melena, mover la cadera y dejarse deslumbrar por sus lentejuelas. Todo el mundo debería bailar así. Cuánto te amé Raffaella, cuánto te amé.

En los 90, apoteosis y fin del socialfelipismo, la Carrà nos presentaba el bestiario español en TVE en una programa /revista por el que podían llegar a compartir sofá David Summers, Victoria Vera, Pitita Ridruejo, la Paulovski, Marujita Díaz, Pedro Almodovar Francisco Umbral. Aquella mujer levitaba sobre la caspa de un país que encontraría su identidad en el chiste fácil y machirulo, los primeros niños espectáculo y mierdas así. Pero ella, de alguna manera, galvanizada por su sonrisa, había logrado permanecer inmune a toda aquella cutrez que fueron los noventa y que anticiparían, de alguna manera, la corrupción política, los cadáveres de Lasa y Zabala, el terrorismo etarra y la inminente llegada al poder de José María Aznar.

Mamá como Raffaella Carrà, las dos inocentes y rubias, descastadas, desclasadas, confundidas. Raffaella Carrà ordenaba mi habitación, limpiaba la casa, preparaba el desayuno, la comida y ejercía de costurera para Yves Saint Laurent. Luego estaba mamá, procedente de la RAI, de aquellas revistas musicales locas, desnudas, anarcas, moviéndose como un huracán, revolviendo deseos, anhelos, pesados tabúes, humildes verdades, destacando de entre todas aquellas mujeres que se movían entre el showbusiness y la historia, en aquellos 70 en los que Marlon Brando vestía su abrigo camel enfermo de sexo y locura mientras paseaba por París, De entre todas las mujeres anónimas, yo era el hijo de de Raffaella Carrà.

Todas las fiestas de mañana tienen una canción de Raffaella, en todas las fiestas se bailará siempre una coreografía de la Carrà. Todo el mundo debería moverse y sonreír como Raffaella Carrà. El paso de los años fue enseñándonos que la cultura de masas podía ser moderna, que la clase obrera, las mujeres, los gays, y todas las siglas que se quieran, tenían también a una de las suyas ocupando los estudios de la RAI y sonando en las discotecas. Si Jep Gambardella podía sucumbir a una canción de Raffaella en La Gran Belleza y dejarse llevar por todos los vicios sin que se descompusiera su figura, cualquiera puede, incluso tu, querido y desocupado lector, abrigarse en el terciopelo cursi y azul de la Carrà y bailar y sonreír como un animal nocturno al que le están acariciando la nuca. Así comprendimos que lo frivolidad no está reñida con el compromiso, que el sexo, el placer y la diversión admiten también el fulgor y la decadencia de los cuerpos. Que en el fondo, todo es un truco y la felicidad un invento de ricos. Pero también comprendimos que este viaje bien se merece una fiesta, mil fiestas, todas las fiestas de mañana, con la sonrisa cómplice de la Carrà, una sonrisa inventada por la realidad, convertida en leyenda.

Mi Gijón / DdA, XVII/4886

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