Jordi Doce
La muerte de Xosé Bolado me ha producido
una enorme tristeza. Otros sabían de su delicado estado de salud, pero no era
mi caso, y la noticia me ha impresionado por imprevista, por intempestiva
incluso. Sencillamente, no me la esperaba. Y vuelve a surgir el malestar por no
haberlo cultivado más en este Madrid que fue nuestra casa común durante tantos
años. Recuerdo algún encuentro en la calle Hortaleza cuando yo iba al Hotel
Kafka a dar clase, alguna charla fugaz en la cafetería del Círculo de Bellas
Artes en la que siempre asomaba su talante cordial, su sonrisa tímida y afable.
Con él se va uno de los partícipes de la reconstrucción cultural asturiana en
los años ochenta y primeros noventa del siglo pasado: un protagonista sin mucho
afán de protagonismo, que desplegó su actividad en diversos frentes (la
enseñanza, la edición, la gestión cultural, la investigación filológica) sin
recibir, me parece, los honores y el reconocimiento que sin duda le eran
debidos.
Para el joven neófito y aprendiz de
poeta que yo era en 1988-89, había en Gijón dos lugares de obligada
frecuentación: la mesa de novedades de poesía de la librería Paradiso y el
pequeño salón de encuentros del Ateneo Obrero de Gijón, de impecables
credenciales democráticas, que Xosé Bolado presidía con buen humor y discreción
hospitalaria. Allí se celebraban, por ejemplo, las presentaciones de libros de
poetas asturianos o los encuentros anuales de la asociación Cálamo, dirigidos
por Juan
Ignacio González, gracias a los cuales pude escuchar en directo a Pablo García Baena, Agustín García Calvo o Luis Alberto de Cuenca, por nombrar voces
muy dispares. Siempre recordaré la ocasión, una mañana borrascosa de noviembre,
en que escoltamos a García Baena hasta el apartamento de Bolado en el Muro,
donde el autor de Rumor oculto pudo disfrutar de unas vistas
espléndidas sobre la playa y el Cantábrico: un mar y una luz muy distintos de
los suyos de Málaga, pero que lo emocionaron igualmente.
Fue entonces cuando más frecuenté a
Bolado. Yo era un muchacho huraño y algo impetuoso y más de una vez debí darle
motivos para el desconcierto, pero no recuerdo que me tratara jamás con desdén
ni con paternalismo. En sus formas se daba la misma mezcla de sosiego y
reticencia que recorría su primer libro, Línea imperceptible al
temor, que publicó ya
cumplidos los cuarenta, y que recuerdo haber leído con admiración: poemas
breves, contemplativos, más bien estáticos, en los que la emoción era una
música de fondo que se dejaba oír muy pudorosamente. Con su paso al asturiano,
«llingua/ acorralada», como la definió en su libro Conxura contra la
decadencia (2002), la emoción se
volvió más explícita. Lo que antes estaba como velado por una pátina se hizo
aparente y lo llevó a explorar los territorios de su educación sentimental y
moral, ligados a la figura de la madre y a la evocación conflictiva del mundo
del campo, del que se sentía deudor y a la vez desterrado.
Las aportaciones de Xosé Bolado a la
cultura y la poesía asturianas son muchas y fundamentales: su Antoloxía poética del
Surdimientu, trabajo pionero
y necesario; su labor investigadora sobre la figura y la obra de Rosario de Acuña, a la que dedicó gran
parte de sus años madrileños, y su propia poesía, que ahora podremos revisitar
en Un
pájaro tan ligero (Bartleby, 2021) gracias al modélico
trabajo de edición de Esther Muntañola. Pero yo siempre lo evocaré como la
persona que a mediados de la década de 1980 transformó el Ateneo Obrero de
Gijón en un centro de pensamiento y encuentro literario. Allí fundó una
colección modélica, Deva, en la que muchos (Fernando Menéndez, Francisco
Álvarez Velasco, Jaime Priede, José Luis Piquero, Pelayo Fueyo, Aurelio
González Ovies, etcétera) tuvimos la buena fortuna de ver publicada nuestra
poesía. Diseñada con elegancia y cierto toque vanguardista por Jorge Fernández León, Deva fue crucial
para nuestra autoestima y nuestro crecimiento como poetas. Y lo que más
recuerdo es que el proceso de edición de Diálogo en la sombra en 1997 tuvo la
fluidez de un sueño, una extraña ligereza, prueba una vez más de que Bolado
imprimía su sello particular de modestia en todo lo que hacía. Esa reserva fue,
tal vez, la que me impidió tratarlo con más asiduidad, algo que ahora me
entristece. Pero de nada sirve lamentarse. Ahora es el momento de recordarlo,
de rendirle homenaje y esperar que su ejemplo de servicio y entrega al bien
común, a su propia comunidad cultural, no caiga en saco roto.
El Cuaderno DdA, XVII/4867
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