viernes, 4 de junio de 2021

XOSÉ BOLADO, SIN EL RECONOCIMIENTO DEBIDO A SU LABOR

 


Jordi Doce

La muerte de Xosé Bolado me ha producido una enorme tristeza. Otros sabían de su delicado estado de salud, pero no era mi caso, y la noticia me ha impresionado por imprevista, por intempestiva incluso. Sencillamente, no me la esperaba. Y vuelve a surgir el malestar por no haberlo cultivado más en este Madrid que fue nuestra casa común durante tantos años. Recuerdo algún encuentro en la calle Hortaleza cuando yo iba al Hotel Kafka a dar clase, alguna charla fugaz en la cafetería del Círculo de Bellas Artes en la que siempre asomaba su talante cordial, su sonrisa tímida y afable. Con él se va uno de los partícipes de la reconstrucción cultural asturiana en los años ochenta y primeros noventa del siglo pasado: un protagonista sin mucho afán de protagonismo, que desplegó su actividad en diversos frentes (la enseñanza, la edición, la gestión cultural, la investigación filológica) sin recibir, me parece, los honores y el reconocimiento que sin duda le eran debidos.

Para el joven neófito y aprendiz de poeta que yo era en 1988-89, había en Gijón dos lugares de obligada frecuentación: la mesa de novedades de poesía de la librería Paradiso y el pequeño salón de encuentros del Ateneo Obrero de Gijón, de impecables credenciales democráticas, que Xosé Bolado presidía con buen humor y discreción hospitalaria. Allí se celebraban, por ejemplo, las presentaciones de libros de poetas asturianos o los encuentros anuales de la asociación Cálamo, dirigidos por Juan Ignacio González, gracias a los cuales pude escuchar en directo a Pablo García BaenaAgustín García Calvo o Luis Alberto de Cuenca, por nombrar voces muy dispares. Siempre recordaré la ocasión, una mañana borrascosa de noviembre, en que escoltamos a García Baena hasta el apartamento de Bolado en el Muro, donde el autor de Rumor oculto pudo disfrutar de unas vistas espléndidas sobre la playa y el Cantábrico: un mar y una luz muy distintos de los suyos de Málaga, pero que lo emocionaron igualmente.

Fue entonces cuando más frecuenté a Bolado. Yo era un muchacho huraño y algo impetuoso y más de una vez debí darle motivos para el desconcierto, pero no recuerdo que me tratara jamás con desdén ni con paternalismo. En sus formas se daba la misma mezcla de sosiego y reticencia que recorría su primer libro, Línea imperceptible al temor, que publicó ya cumplidos los cuarenta, y que recuerdo haber leído con admiración: poemas breves, contemplativos, más bien estáticos, en los que la emoción era una música de fondo que se dejaba oír muy pudorosamente. Con su paso al asturiano, «llingua/ acorralada», como la definió en su libro Conxura contra la decadencia (2002), la emoción se volvió más explícita. Lo que antes estaba como velado por una pátina se hizo aparente y lo llevó a explorar los territorios de su educación sentimental y moral, ligados a la figura de la madre y a la evocación conflictiva del mundo del campo, del que se sentía deudor y a la vez desterrado.

Las aportaciones de Xosé Bolado a la cultura y la poesía asturianas son muchas y fundamentales: su Antoloxía poética del Surdimientu, trabajo pionero y necesario; su labor investigadora sobre la figura y la obra de Rosario de Acuña, a la que dedicó gran parte de sus años madrileños, y su propia poesía, que ahora podremos revisitar en Un pájaro tan ligero (Bartleby, 2021) gracias al modélico trabajo de edición de Esther Muntañola. Pero yo siempre lo evocaré como la persona que a mediados de la década de 1980 transformó el Ateneo Obrero de Gijón en un centro de pensamiento y encuentro literario. Allí fundó una colección modélica, Deva, en la que muchos (Fernando Menéndez, Francisco Álvarez Velasco, Jaime Priede, José Luis Piquero, Pelayo Fueyo, Aurelio González Ovies, etcétera) tuvimos la buena fortuna de ver publicada nuestra poesía. Diseñada con elegancia y cierto toque vanguardista por Jorge Fernández León, Deva fue crucial para nuestra autoestima y nuestro crecimiento como poetas. Y lo que más recuerdo es que el proceso de edición de Diálogo en la sombra en 1997 tuvo la fluidez de un sueño, una extraña ligereza, prueba una vez más de que Bolado imprimía su sello particular de modestia en todo lo que hacía. Esa reserva fue, tal vez, la que me impidió tratarlo con más asiduidad, algo que ahora me entristece. Pero de nada sirve lamentarse. Ahora es el momento de recordarlo, de rendirle homenaje y esperar que su ejemplo de servicio y entrega al bien común, a su propia comunidad cultural, no caiga en saco roto.

El Cuaderno DdA, XVII/4867

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