Hay muchos motivos en la vida de este Lazarillo para recordar treinta años después de su fallecimiento a Gabriel Celaya (1911-1991), uno de los pocos poetas a los que leí desde muy joven, conocí poco después (en su casa del barrio madrileño de Prosperidad) y seguí admirando a partir de entonces humana y literariamente. No me ocurrió lo mismo con otros poetas a los que leí, admiré y dejé de admirar bastante cuando los conocí en persona. Hay en mi memoria de lector suficientes poemas de Celaya para que esa admiración persista medio siglo después, junto al grato recuerdo de su persona, pero hay dos que siempre me han conmovido especialmente y no se suelen recordar porque con Celaya ha primado en exceso el detenimientos en lo que se dio en llamar poesía social. El primer poema nos habla de la educación con palabras tan cercanas como las que siguen:
Educar es lo mismo/ que poner un motor a una barca…/ Hay que medir, pensar, equilibrar…/y poner todo en marcha./ Pero para eso,/ uno tiene que llevar en el alma/ un poco de marino…/ un poco de pirata…/ un poco de poeta…/ y un kilo y medio de paciencia concentrada./ Pero es consolador soñar,/ mientras uno trabaja,/ que ese barco, ese niño,/ irá muy lejos por el agua./ Soñar que ese navío/ llevará nuestra carga de palabras/ hacia puertos distantes, hacia islas lejanas./ Soñar que, cuando un día/ esté durmiendo nuestra propia barca,/ en barcos nuevos seguirá/ nuestra bandera enarbolada.
El segundo se lo dedicó a su mujer, Amparo Gastón, Amparitxu, fallecida muchos años después que su compañero (2009), y habla de lo que es ser y sentirse poeta, "ser sin ser melancolía":
DdA, XVII/4873
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