martes, 15 de junio de 2021

ATACAR AL MINISTERIO DE IGUALDAD EN TIEMPOS DE ATROCIDADES MACHISTAS

 


Jorge Armesto

Ya por delante esto: en la dicotomía entre abolicionistas y regulacionistas, yo me siento entre los primeros. Y, en lo que se refiere a la Ley Trans, comprendo que su actual redacción provoque el rechazo de muchas mujeres. Es decir, en los dos debates que desangran al feminismo, yo me encuentro más cercano a las posiciones que defienden las personas y colectivos críticas con el Ministerio de Igualdad. He leído y me he formado con muchos de sus referentes, participo de gran parte de sus argumentos, que he hecho míos, y pienso que sus posiciones filosóficas de fondo son sólidas y bien construidas.

Por eso mismo me produce tanto rechazo observar los comportamientos de gran parte de este sector en lo que se refiere al Ministerio de Igualdad y a su titular. Comportamientos que yo creo que hace tiempo que han traspasado cualquier línea de lo que es éticamente aceptable y han entrado ya en el terreno de la hybris, el resentimiento y la infamia.

La crítica al Ministerio de Igualdad es legítima, probablemente hay muchas y muy buenas razones para ejercerla, incluso con dureza. Pero aprovechar los asesinatos machistas para poco menos que culpar a Irene Montero de la barbarie patriarcal es una absoluta ruindad. Y cuando en las manifestaciones motivadas por el asesinato de dos niñas se comparece con carteles que piden su dimisión, o se fomentan campañas en las redes sociales con el mismo fin, explícitamente se la está haciendo de algún modo responsable directa de esos asesinatos. De esos, y de los anteriores, y de los que vendrán. Y la sensación que produce es que, a veces, parece que importa más desgastar y atacar al Ministerio de Igualdad que la propia atrocidad machista que se dice denunciar.

Muchas personas que tienen un gran peso y relevancia moral en este sector crítico llevan tiempo exhibiendo el peor de los rostros. Acusar a Irene Montero, por ejemplo, de impostar sus condolencias, de fingir pena por las muertes de mujeres y niñas, siendo ella misma madre de niños de edades parecidas, sobrepasa toda medida. Pensar que las mujeres que desempeñan su trabajo en el Ministerio de Igualdad no se sienten concernidas por los crímenes y la violencia contra la mujer porque están abducidas por el lobby LGTBI es ir demasiado lejos. Y esto hay que decirlo con todas sus letras: es una vileza. Una vileza que degrada y contamina los argumentos legítimos que se pretenden defender y que merecerían una mayor altura intelectual y moral.

Lo contrario equivale a creer que solo las personas abolicionistas, anti ley-trans, tienen derecho a sentir empatía con las víctimas, que son las únicas capaces de sentir horror, que tienen en exclusividad la capacidad de conmoverse y sufrir. Y si alguien piensa así, no solo se equivoca: también se define.

Desgraciadamente, los feminicidios y la violencia vicaria no nacieron en esta legislatura. Son estructurales de la sociedad patriarcal desde hace milenios, en todos los países y culturas del mundo. Es una barbarie que existía antes y existirá después del paso del grupo de mujeres que hoy trabaja en el Ministerio de Igualdad. Mujeres que, no olvidemos, tienen también muchas de ellas un acervo y una trayectoria indiscutible en el feminismo. La comprensión de la violencia como parte de una estructura de dominación, el patriarcado, es la piedra angular del pensamiento feminista. Comprender esa estructura es precisamente lo que nos convierte en feministas.

Hay consensos que no deben ser mancillados: nuestra posición frente a la muerte, el crimen, la barbarie, el horror

¿Cómo entonces puede pensarse que algo tan coyuntural como las políticas que pueda tratar de implementar un equipo ministerial en apenas unos meses de pandemia puede modificar de un modo relevante esta estructura secular? Sugerir esto es precisamente disfrazar la naturaleza del patriarcado y hacerle el juego a los que niegan su existencia. Al poner el foco en la presunta incapacidad de Irene Montero y su equipo para acabar con el patriarcado en siete días se banaliza este.

Sin embargo, personas a las que hasta ayer tenía en la más alta consideración parecen pensarlo así. Y no hablo de anónimos trols de las redes sociales, sino de algunas de las voces más prestigiosas. Valga como ejemplo Amelia Valcárcel, a quien se le ocurrió que el día siguiente de los asesinatos de las niñas era el momento adecuado para cuestionar al Ministerio de Igualdad, ese lugar que, a juicio de la catedrática, solo sirve para que la ministra “haga fiestuquis con las empleadas”. En estas horas de duelo que a todas nos interpelaban, conmovían y estremecían, desde su cátedra de Filosofía Moral Amelia Valcárcel clamaba contra los ágapes y los pinchos. Cabe preguntarse, ¿qué tiene esta mujer contra los canapés en el curro que hacen merecedora a esta práctica de compartir atención de igual a igual con el asesinato de dos niñas? ¿No tenía un día mejor para iniciar su cruzada contra los piscolabis? Por no hablar de que no parece tan mala cosa que trabajadoras y responsables de una institución puedan relacionarse también en espacios distendidos. ¿Es esto lo peor que se les puede objetar? ¿A estos argumentos hay que acudir?

En el mismo texto, que parece rezumar odio y, sobre todo, un talante despectivo, Amelia Valcárcel culpa en exclusiva a Irene Montero de que el Gobierno, dominado por sus antaño compañeros socialistas, no le haya concedido aún el indulto a Juana Rivas. Hay en esto como mínimo una evidente falta de ecuanimidad. Quizá, el día en que se impartían estos valores, la profesora de moral no asistió a sus propias clases. Son críticas estas que, ciertamente, sorprenden, no solo por su inconveniencia en días en que quizá fuese más sano ofrecerse consuelo mutuo, sino también por su superficialidad, su falta de enjundia y, por qué no decirlo, por su irreflexivo atolondramiento.

Me cuesta trabajo comprender que momentos tan espantosos puedan ser utilizados espuriamente en la batalla por otras reivindicaciones, por muy legítimas y fundadas que sean

En muchas comunidades autónomas hoy se están cerrando o asfixiando económicamente infinidad de instituciones de todo tipo implicadas en la lucha contra el machismo. Y mientras crecen las tribunas y ganan volumen los altavoces que legitiman la barbarie machista, entidades que hacían un trabajo valiosísimo se vacían o se pierden. “Chiringuitos” para que vivan del cuento unas ineptas y caraduras, a juicio de la ultraderecha. ¿En qué ayuda que desde el feminismo se escarnezca el trabajo de las propias instituciones —cuya existencia es un logro en sí mismo— para convertirlas en el espacio en que “unas majaderas” se van de francachela? Cuesta trabajo entender esto. ¿Piensa Amelia Valcárcel que allí están todo el día con el trap y el cubata? ¿Y si no lo piensa para qué lo dice? Son estas afirmaciones que hacen a la ultraderecha y la carcunda aplaudir de gozo con las orejas. ¡Si hasta las propias feministas abominan de sus organismos! ¡A qué esperamos para cerrarlos! ¿Y si, pongamos por caso, mañana Vox presenta una interpelación para acabar con el Ministerio de Igualdad o el Instituto de la Mujer amparándose en los juicios de Amelia Valcárcel y otras? ¿Qué cara se le quedaría?

Hay consensos que no deben ser mancillados: nuestra posición frente a la muerte, el crimen, la barbarie, el horror. Porque entre estos debates que asolan el seno del feminismo, sí hay una cosa que comparten todas las mujeres de un modo dramático: la posibilidad real y cierta de ser violentadas, de ser asesinadas. Este hecho terrible que atañe a todas, debería, por eso mismo, ser algo casi sagrado. Algo que se mantuviese impoluto.

Me cuesta trabajo comprender que momentos tan espantosos puedan ser utilizados espuriamente en la batalla por otras reivindicaciones, por muy legítimas y fundadas que sean. Y tampoco alcanzo a comprender cómo precisamente estas razones legítimas y fundadas necesitan de comportamientos y acusaciones que rayan en la abyección. Porque otro de los argumentos que se deslizan de un modo sibilino en toda esta crítica es que es, precisamente, la posición del Ministerio de Igualdad frente a Ley Trans y el llamado “borrado de las mujeres” la que favorece el aumento de los crímenes. De ahí que sean frecuentes referidas a Irene Montero las expresiones del tipo: “yo no la culpo a ella pero….” que, por cierto, se parecen demasiado a las que emplean precisamente los que legitiman y disculpan el maltrato. En todo caso, hay algo perverso en la insinuación de que estos dos asuntos tienen algún tipo de relación causa-efecto. Y hay algo profundamente equivocado y deshonesto en desviar la atención del verdadero mal para señalar, aún de un modo indirecto, a otras culpables entre nosotras.

Toda esta violencia verbal desatada, toda esta crudeza, sin embargo, sí debería llevar a algún tipo de reflexión en el Ministerio de Igualdad pues es evidente que hay un número importantísimo de mujeres que no se sienten representadas por él. Que se sienten solas. Este fenómeno, que es una evidencia palmaria, debería motivar algún tipo de cambio en su estrategia, al menos, comunicativa. Culpar de esa desafección únicamente a maniobras de sectores de la órbita del PSOE, presuntamente molestos por perder sus cotos, es, no solo una torpeza sino una trivialidad. Eso no lo explica todo. Algo mal, incluso diría que muy mal, se está haciendo en ese sentido.

Pero sus políticas, más o menos desacertadas o acertadas, no justifican de ningún modo bajezas e infundios como los que antes he aludido. Bajezas que no contribuyen a reafirmar argumentos que no las necesitan y que, además de regalarle gratis argumentos a los enemigos de la ultraderecha negacionista, socavan y cuestionan instituciones que deberían perdurar más que sus actuales moradoras. Porque, lamentablemente, cuando Irene Montero y su equipo hayan dejado paso a otras personas, las instituciones cuyo desempeño hoy se trata de denigrar tendrán que seguir batallando contra los mismos crímenes y las mismas violencias. Parte de nuestra responsabilidad es también conservar. No se puede ganar esta lucha en dos años. Pero en dos años sí se pueden retroceder décadas.

   El Salto DdA, XVII/4877   

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