Jorge
Armesto
Ya
por delante esto: en la dicotomía entre abolicionistas y regulacionistas, yo me
siento entre los primeros. Y, en lo que se refiere a la Ley Trans, comprendo
que su actual redacción provoque el rechazo de muchas mujeres. Es decir, en los
dos debates que desangran al feminismo, yo me encuentro más cercano a las
posiciones que defienden las personas y colectivos críticas con el Ministerio
de Igualdad. He leído y me he formado con muchos de sus referentes, participo
de gran parte de sus argumentos, que he hecho míos, y pienso que sus posiciones
filosóficas de fondo son sólidas y bien construidas.
Por eso mismo me produce tanto rechazo observar los comportamientos de gran parte de este sector en lo que se refiere al Ministerio de Igualdad y a su titular. Comportamientos que yo creo que hace tiempo que han traspasado cualquier línea de lo que es éticamente aceptable y han entrado ya en el terreno de la hybris, el resentimiento y la infamia.
La crítica al Ministerio de Igualdad es
legítima, probablemente hay muchas y muy buenas razones para ejercerla, incluso
con dureza. Pero aprovechar los asesinatos machistas para poco menos que culpar
a Irene Montero de la barbarie patriarcal es una absoluta ruindad. Y cuando en
las manifestaciones motivadas por el asesinato de dos niñas se comparece con
carteles que piden su dimisión, o se fomentan campañas en las redes sociales
con el mismo fin, explícitamente se la está haciendo de algún modo responsable directa
de esos asesinatos. De esos, y de los anteriores, y de los que vendrán. Y la
sensación que produce es que, a veces, parece que importa más desgastar y
atacar al Ministerio de Igualdad que la propia atrocidad machista que se dice
denunciar.
Muchas personas que tienen un gran peso
y relevancia moral en este sector crítico llevan tiempo exhibiendo el peor de
los rostros. Acusar a Irene Montero, por ejemplo, de impostar sus condolencias,
de fingir pena por las muertes de mujeres y niñas, siendo ella misma madre de
niños de edades parecidas, sobrepasa toda medida. Pensar que las mujeres que
desempeñan su trabajo en el Ministerio de Igualdad no se sienten concernidas
por los crímenes y la violencia contra la mujer porque están abducidas por el
lobby LGTBI es ir demasiado lejos. Y esto hay que decirlo con todas sus letras:
es una vileza. Una vileza que degrada y contamina los argumentos legítimos que
se pretenden defender y que merecerían una mayor altura intelectual y moral.
Lo contrario equivale a creer que solo
las personas abolicionistas, anti ley-trans, tienen derecho a sentir empatía
con las víctimas, que son las únicas capaces de sentir horror, que tienen en
exclusividad la capacidad de conmoverse y sufrir. Y si alguien piensa así, no
solo se equivoca: también se define.
Desgraciadamente, los feminicidios y la
violencia vicaria no nacieron en esta legislatura. Son estructurales de la
sociedad patriarcal desde hace milenios, en todos los países y culturas del
mundo. Es una barbarie que existía antes y existirá después del paso del grupo
de mujeres que hoy trabaja en el Ministerio de Igualdad. Mujeres que, no
olvidemos, tienen también muchas de ellas un acervo y una trayectoria
indiscutible en el feminismo. La comprensión de la violencia como parte de una estructura
de dominación, el patriarcado, es la piedra angular del pensamiento feminista.
Comprender esa estructura es precisamente lo que nos convierte en feministas.
Hay consensos que no deben ser
mancillados: nuestra posición frente a la muerte, el crimen, la barbarie, el
horror
¿Cómo entonces puede pensarse que algo
tan coyuntural como las políticas que pueda tratar de implementar un equipo
ministerial en apenas unos meses de pandemia puede modificar de un modo
relevante esta estructura secular? Sugerir esto es precisamente disfrazar la
naturaleza del patriarcado y hacerle el juego a los que niegan su existencia.
Al poner el foco en la presunta incapacidad de Irene Montero y su equipo para
acabar con el patriarcado en siete días se banaliza este.
Sin embargo, personas a las que hasta
ayer tenía en la más alta consideración parecen pensarlo así. Y no hablo de
anónimos trols de las redes sociales, sino de algunas de las voces más
prestigiosas. Valga como ejemplo Amelia Valcárcel, a quien se le ocurrió que el
día siguiente de los asesinatos de las niñas era el momento adecuado para
cuestionar al Ministerio de Igualdad, ese lugar que, a juicio de la
catedrática, solo sirve para que la ministra “haga fiestuquis con las
empleadas”. En estas horas de duelo que a todas nos interpelaban, conmovían y
estremecían, desde su cátedra de Filosofía Moral Amelia Valcárcel clamaba
contra los ágapes y los pinchos. Cabe preguntarse, ¿qué tiene esta mujer contra
los canapés en el curro que hacen merecedora a esta práctica de compartir
atención de igual a igual con el asesinato de dos niñas? ¿No tenía un día mejor
para iniciar su cruzada contra los piscolabis? Por no hablar de que no parece
tan mala cosa que trabajadoras y responsables de una institución puedan
relacionarse también en espacios distendidos. ¿Es esto lo peor que se les puede
objetar? ¿A estos argumentos hay que acudir?
En el mismo texto, que parece rezumar
odio y, sobre todo, un talante despectivo, Amelia Valcárcel culpa en exclusiva
a Irene Montero de que el Gobierno, dominado por sus antaño compañeros
socialistas, no le haya concedido aún el indulto a Juana Rivas. Hay en esto
como mínimo una evidente falta de ecuanimidad. Quizá, el día en que se
impartían estos valores, la profesora de moral no asistió a sus propias clases.
Son críticas estas que, ciertamente, sorprenden, no solo por su inconveniencia
en días en que quizá fuese más sano ofrecerse consuelo mutuo, sino también por
su superficialidad, su falta de enjundia y, por qué no decirlo, por su
irreflexivo atolondramiento.
Me cuesta trabajo comprender que momentos tan espantosos puedan ser utilizados espuriamente en la batalla por otras reivindicaciones, por muy legítimas y fundadas que sean
En muchas comunidades autónomas hoy se
están cerrando o asfixiando económicamente infinidad de instituciones de todo
tipo implicadas en la lucha contra el machismo. Y mientras crecen las tribunas
y ganan volumen los altavoces que legitiman la barbarie machista, entidades que
hacían un trabajo valiosísimo se vacían o se pierden. “Chiringuitos” para que
vivan del cuento unas ineptas y caraduras, a juicio de la ultraderecha. ¿En qué
ayuda que desde el feminismo se escarnezca el trabajo de las propias
instituciones —cuya existencia es un logro en sí mismo— para convertirlas en el
espacio en que “unas majaderas” se van de francachela? Cuesta trabajo entender
esto. ¿Piensa Amelia Valcárcel que allí están todo el día con el trap y el
cubata? ¿Y si no lo piensa para qué lo dice? Son estas afirmaciones que hacen a
la ultraderecha y la carcunda aplaudir de gozo con las orejas. ¡Si hasta las
propias feministas abominan de sus organismos! ¡A qué esperamos para cerrarlos!
¿Y si, pongamos por caso, mañana Vox presenta una interpelación para acabar con
el Ministerio de Igualdad o el Instituto de la Mujer amparándose en los juicios
de Amelia Valcárcel y otras? ¿Qué cara se le quedaría?
Hay consensos que no deben ser
mancillados: nuestra posición frente a la muerte, el crimen, la barbarie, el
horror. Porque entre estos debates que asolan el seno del feminismo, sí hay una
cosa que comparten todas las mujeres de un modo dramático: la posibilidad real
y cierta de ser violentadas, de ser asesinadas. Este hecho terrible que atañe a
todas, debería, por eso mismo, ser algo casi sagrado. Algo que se mantuviese
impoluto.
Me cuesta trabajo comprender que
momentos tan espantosos puedan ser utilizados espuriamente en la batalla por
otras reivindicaciones, por muy legítimas y fundadas que sean. Y tampoco
alcanzo a comprender cómo precisamente estas razones legítimas y fundadas
necesitan de comportamientos y acusaciones que rayan en la abyección. Porque
otro de los argumentos que se deslizan de un modo sibilino en toda esta crítica
es que es, precisamente, la posición del Ministerio de Igualdad frente a Ley
Trans y el llamado “borrado de las mujeres” la que favorece el aumento de los
crímenes. De ahí que sean frecuentes referidas a Irene Montero las expresiones
del tipo: “yo no la culpo a ella pero….” que, por cierto, se parecen demasiado
a las que emplean precisamente los que legitiman y disculpan el maltrato. En
todo caso, hay algo perverso en la insinuación de que estos dos asuntos tienen
algún tipo de relación causa-efecto. Y hay algo profundamente equivocado y
deshonesto en desviar la atención del verdadero mal para señalar, aún de un
modo indirecto, a otras culpables entre nosotras.
Toda esta violencia verbal desatada,
toda esta crudeza, sin embargo, sí debería llevar a algún tipo de reflexión en
el Ministerio de Igualdad pues es evidente que hay un número importantísimo de
mujeres que no se sienten representadas por él. Que se sienten solas. Este
fenómeno, que es una evidencia palmaria, debería motivar algún tipo de cambio
en su estrategia, al menos, comunicativa. Culpar de esa desafección únicamente
a maniobras de sectores de la órbita del PSOE, presuntamente molestos por
perder sus cotos, es, no solo una torpeza sino una trivialidad. Eso no lo
explica todo. Algo mal, incluso diría que muy mal, se está haciendo en ese
sentido.
Pero sus políticas, más o menos desacertadas
o acertadas, no justifican de ningún modo bajezas e infundios como los que
antes he aludido. Bajezas que no contribuyen a reafirmar argumentos que no las
necesitan y que, además de regalarle gratis argumentos a los enemigos de la
ultraderecha negacionista, socavan y cuestionan instituciones que deberían
perdurar más que sus actuales moradoras. Porque, lamentablemente, cuando Irene
Montero y su equipo hayan dejado paso a otras personas, las instituciones cuyo
desempeño hoy se trata de denigrar tendrán que seguir batallando contra los
mismos crímenes y las mismas violencias. Parte de nuestra responsabilidad es
también conservar. No se puede ganar esta lucha en dos años. Pero en dos años
sí se pueden retroceder décadas.
El Salto DdA, XVII/4877
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