Alicia Población Brel
Nos bastaba mirarnos y sabernos. Estábamos juntos, era suficiente. Cuando ella se fue, todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad.
Señora de rojo sobre fondo gris es una novela que estremece. Miguel Delibes supo ponerle palabras al amor de una forma precisa, honda y sencilla al mismo tiempo: contó su propia historia. Solo que tuvo la sutileza de convertirse a sí mismo en pintor, Nicolás, para no ser tan evidente a los ojos del lector, y supongo que por dejar también cierto espacio a la imaginación. A su esposa la llamó Ana, en lugar de Ángeles de Castro.
El actor madrileño José
Sacristán decidió, hace ya cuatro años, encarnar el personaje de Delibes y de
Nicolás, que es, al fin y al cabo, el mismo, anunciando que la gira de su
primer monólogo sería también su despedida de los escenarios. Y menuda
despedida. Noventa minutos dando gesto, y sin perder un ápice de energía, a la
novela del vallisoletano a través de la excelente adaptación de José Sámano,
Inés Camiña y el propio Sacristán. Le arropaba en escena un estudio de pintura
diseñado inteligentemente por Arturo Martín Burgos. Una estancia gris,
descolorida, anodina, creando la paradoja, como si a quien trabajara allí se le
hubieran borrado los matices. Y es que, al igual que Delibes, a quien le costó
17 años dar forma a su novela, también el personaje de la misma pierde toda
inspiración tras la muerte de su esposa.
José Sacristán, vestido precisamente
de rojo sobre ese fondo gris, habla, desde la voz del abatido pintor, de amor
en todas sus caras. A pesar de la lágrima que fácilmente asoma ante una obra de
tal magnitud, también cabe la alegría entre sus líneas, la de saberse
afortunado de haber vivido la plenitud de la vida con quien amas.
Es excepcional, y difícil de
encontrar hoy en día, un actor que te llegue tan hondo como para hacerte creer
que eres tú quien vive la pérdida del ser amado tras vivir unos años que aún no
han transcurrido. ¿Qué tiene el teatro, que te lleva a momentos de tu vida que
todavía no han pasado y te hace sentir la nostalgia no vivida? ¿Y qué
tiene la voz de Sacristán, me preguntaba yo en la butaca, que contiene la
emoción hasta que tú no puedes contener las lágrimas? Era él quien decidía el
silencio del público. Apoyándose en la excelente iluminación de Manuel Fuster,
cuya luz disponía sutilmente la emoción que se avecinaba, el personaje se
volvía introspectivo y se escuchaba la frase cercana al susurro pero clara y
precisa, como el alfiler que bucea hasta encontrar las raicillas del grito, que
diría Lorca. Entonces casi podías oír también cómo ese no-se-qué que todos
tenemos dentro se resquebrajaba y, en ese hueco, encajaba perfectamente la
emoción que escondía la voz del actor. En esos momentos toda la sala se sumía
en un silencio sepulcral, expectante, entre la propia emoción que emanaba del
patio de butacas. El propio Sacristán debía de poder palpar lo que estaba
creando, si bien es cierto que mostró su disgusto en dos ocasiones en las que
sonó un inoportuno teléfono. Las dos veces, y más explícitamente la segunda, el
personaje se quedó colgando en su soliloquio, como si no quisiera dejar que
entrara en escena aquella impertinencia atemporal.
Sacristán
también nos miró y nos supo. Supo ponernos en común con el amor a través de las
palabras de Delibes,
con la pena, con el miedo a perder a esa persona que te nutre y te riega, y
también con esa suerte de encontrar a alguien que, en palabras de Julián Marías
sobre Ángeles de Castro, con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de
vivir.
*Pubicado en Revista Indie
DdA, XVII/4850
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