martes, 11 de mayo de 2021

"¿QUIÉN SOY TÚ?", UN GRAN RELATO DE VALENTÍN MARTÍN

Este es un relato de quien ha sido el primer redactor-jefe de este Lazarillo, un profesional al que valoré en su día, cuando me iniciaba en la profesión, y al que reencontré muchos años después para conmoverme hoy hasta los tuétanos del alma con la intensidad de este breve texto, de lo mejor y más conmovedor que he leído en muchos años. Gracias, amigo y maestro:


Valentín Martín

El niño que sube atónito por la calle de Cristo sabe que hace casi setenta años tuvo un amigo. Uno de su misma edad o parecida. Y que era más que amigo porque eran vecinos. Así que desde que se levantaban hasta que el barrio se despoblaba de noche también, andaban juntos. A veces quería ir con ellos el hermano del amigo, pero el amigo imponía su autoridad. La supremacía de los hermanos medida año a año ni se cuestionaba.
- Tú no vienes.
-¿Por qué?
- Porque eres más chico.
Así que ahí van solos los dos amigos, venteando tardes que nunca morirán vacías. A veces ponen la trampa para los pardales en la calle de Los Sabas. Buena para cazar porque por ella pasan las yuntas buscando la salida del pueblo. Y las vacas dejan siempre boñigas. Y los pardales saben las posibilidades de encontrar en una boñiga un grano de cebada o de la avena que canta Quesia Bernabé. Así que se tiran desde los tejados para matar el hambre hurgando en las boñigas. Y lo que encuentran es una trampa de hierro, pequeña como el cuchillo de Bodas de Sangre, que les agarra el cuello con firmeza mientras chillan su desesperación. En ese mismo instante el pardal sabe que nunca más va a volar. Y hay como un estallido de éxtasis infantil al ver el revoloteo inútil del pájaro, un gesto desmesurado de plumas queriendo vivir. Los dos niños llegan después de gritar a la proximidad del único olivo, cerquita en los cuestos donde está la casa de tío Renterín, el que tenía una maquinita para hacer fideos. Y una higuera frente al hastial donde las madres cosían.
-¡Picó, picó uno!
Corren, agarran al pájaro, lo liberan del hierro que le está asfixiando, y le retuercen el pescuezo hasta que el gorrión calla obedeciendo a su muerte. Se meten su pequeño cadáver en el bolsillo, vuelven a colocar la trampa cubierta de boñiga, y se esconden a esperar a que otro pique. Así habrá cena para los dos.
Por la noche, los dos amigos merodean las calles sin luz, o con una luz que dan las escasas bombillitas ateridas de saber que están allí para nada. Ellos acechan parejas de novios que intentan acercarse en los rincones oscuros a lo más parecido al paraíso. La hermana de su amigo está con su novio contra la pared, al lado de la puerta del corral, pero fuera. Nunca se explicó por qué las novias estaban apoyadas de espaldas contra la pared. Y por qué hablaban mucho pero muy bajito. Y por qué a veces se callaban y se hacía un silencio como de hierba o sagrario. Con el tiempo lo supo. El corral de su amigo es grande, enfrente de la puerta está el carretero, arriba a la derecha está la casa a donde alguna vez va el maestro con la novia a tomar café, mantecados, perrunillas y moritos. El anís es para la novia.
El niño atónito tiene muy vivo al padre de su amigo saliendo a la calle a mear por última vez antes de irse a la cama. Podría hacerlo en el corral, que además tiene el suelo cuesta abajo para que la meada corra sin impertinencias. Pero el padre de ella sale fuera para advertir a los novios que llegó el toque de silencio y la hora de irse cada uno a su casa.
El niño atónito presiente que esto lo ha contado ya más veces, no es bueno esto de repetirse, está perdiendo consideración consigo mismo. Le preocupa. Como le preocupa que a la hora de escribir se haya vuelto disléxico. Y cada vez hay más imágenes que se le resisten y se quedan dios sabe dónde. Como ese cuarto vacío del corral de su amigo con una ventana que daba a ninguna parte.
Los dos pueden a acechar en la calle a la hermana del amigo. A la otra hermana, la del niño, no, porque el novio ya entra en casa. Y cuando la hermana del niño está con el novio en el salón de casa, donde comen dos o tres veces al año cuando hay fiestas y vienen parientes o forasteros, la madre del niño le prohíbe que se mueva de la cocina. El niño obedece. Pero alguna vez en que madre está embebida leyendo por enésima vez la leyenda de Guzmán el Bueno, el niño se escurre de la cocina, va hasta la alacena que está junto a la tinaja, se sube a una silla, y se mete en los bolsillos mantecados, perrunillas y moritos que madre guarda para las visitas.
No sabe ahora mismo por qué al ver a su hermana y al novio interrumpidos le ha entrado la risa.
Cuando vuelve a la cocina, madre le riñe.
El niño recuerda que el padre de su amigo tenía un burro al que le daba mucho miedo el río. Y que el padre de su amigo estuvo trabajando con el suyo y lo dejó. Cuando el niño pregunta por qué, le dicen:
-Es que tu padre era muy recio.
Quieren decir que a la hora de segar o de echar cerros con la yunta se ponía el primero y era muy duro seguirle.
El niño que sube atónito por la calle de Cristo recuerda estos hilachos de su pasado y no sabe por qué. Un día se enteró de que su amigo ya no era el niño que acechaba con él adúlteros, novios y pardales en un pueblo que dejó de existir, sino un anciano viudo que perdió la memoria junto al Cantábrico. Y ya ni sabe quién es. Inevitablemente, se unió desde lejos al horror de ese laberinto.
El niño atónito ahora, mientras se esconde de sí mismo escribiendo en un cuarto de la casa, que sólo conoce cuando lo ve y entra en él, oye a la mujer y al hijo hablar. No sabe si se refieren a él cuando el hijo dice:
- Habrá que poner letreros en las puertas, que digan " baño", "dormitorio", "cocina"...
- Pero si no sabrá leer.
- De momento ya ves que escribe.
- Pero en cuanto acaba y sale de la burbuja se calla y vuelve al silencio.
- Parece que lo presintiese porque escribió aquel libro " Para olvidar los olvidos".
Él no recuerda haber escrito ese libro. Tampoco recuerda si se ha tomado las pastillas para vivir. Empieza a temer que se cumpla el ejemplo de las vidas paralelas. Sobre todo cuando el hijo entra y le dice:
-No tengas miedo.
¿Miedo a qué? ¿Miedo al olvido que dicen se ha cebado ya en sus dos hemisferios más el frontal? Esto lo sabe, lo tiene escrito en un informe a su lado, como si fuese un catecismo. Miedo a olvidar los nombres de sus nietos, el nombre de la mujer que a la que amó durante 53 años, su propio nombre. Miedo a saber quién ese tú que le mira desde el espejo.
Mientras escribe, es consciente de que dejan de existir las paredes del cuarto, la de enfrente por donde entra la luz mansa de la ventana, la de su izquierda sostenida por cientos o miles de libros, la de su derecha donde hay colgados diplomas, recuerdos y premios, señales de que un día vivió. Y los primeros dibujos de sus nietos pintores. Cuando levanta la cabeza, le cuesta un poco acostumbrarse a saber dónde está. Tampoco tiene en su mente la memoria fotográfica del salón que está al otro lado de la pared y a donde regresará en cuanto sea capaz de terminar lo que está escribiendo.
Pero lo que le produce una profunda tristeza es el comprobar que antes de que llegue la plenitud de su olvido, él ya no existe y está cubierto del olvido de todos los demás.
Un día de estos va a llamar a su amigo y proponerle volver al pueblo que ya no existe para acechar adúlteros, novios por los rincones, estrangular pardales, recordarle al hermano que tiene que esperar porque es más chico. Habrá que preguntar ya por dónde ir y cuál es el camino, quizás mañana será tarde.

DdA, XVII/4843

1 comentario:

José Ignacio Población Bernardov dijo...

Verdaderamente admirable, conmovedor hasta en lo más profundo del alma y muestra auténtica de un hombre admirable. No son sus escritos lo que más me conmueve sino el sentimiento que flota en cada una de sus palabras que me confirma que solo hay dos clases de personas, las buenas y las malas

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