La primera vez que escuché a Brad Mehldau fue en una clase de Auditiva cuando tenía quince años. Cabe decir que la asignatura, tristemente, era una optativa de un año y no una troncal. Una pena, sobre todo por el buen profesor que teníamos, Adolfo Muñoz. Ese día decidió poner The falcon will fly again, del álbum Highway Rider, que se había estrenado ese mismo año, y nos pidió sacar el compás. Recuerdo que en ese momento yo no estaba familiarizada con la música de jazz y, tiempo después, he agradecido que el primer contacto fuera de la mano del pianista estadounidense.
El domingo
pasado, y después de estar varios meses sin tocar, el músico vino con su trío
a la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid. Y se notaba que tenían
ganas de tocar, porque el concierto se alargó hasta las dos horas y nos
regalaron un par de bises. El programa compartía a partes iguales temas de
Mehldau y temas de Lenon, Duke o Coltrane entre otros, versionados por el
pianista.
Se decía de
Brad Mehldau que sabía qué acordes hacían resonar los armónicos del plato de la
batería, y así se auto-acompañaba en algunos solos. No sé si será verdad, pero
lo que sí es cierto es el control que demuestra en cada nota de su propio
instrumento. Desde Bel and the dragon
contuvo la emoción de los acordes, tan solo sugiriéndola y dejando que Larry
Grenadier, al contra, y Jeff Ballard, a la batería, leyeran entre líneas lo que
pretendía y le siguieran la frase.
Quizá la
sala sinfónica no fue la mejor elección para un concierto de jazz, y menos
amplificando una batería. Aun cuando Ballard pretendía tocar todo lo piano que
sabe, su instrumento acaparaba cada rincón del auditorio.
En la
versión de Here’s that rainy day,
Mehldau buscaba los huecos que Grenadier dejaba libres en su solo. Sutilmente
tocaba un par de acordes, medio si no entraba al completo, y poco a poco iba subiendo hasta que, llegado el
clímax, parecía haber más de un pianista tocando. En Autumn in the New York Ballard cogió las escobillas y todo pareció
alcanzar el balance ideal. El sonido del contra inundó la bóveda de la sala y
nos hizo vibrar en las frecuencias graves. La mano izquierda de Mehldau parecía
totalmente independiente, acompañando delicadamente la improvisación de su
simétrica. Hacia el final del concierto, el pianista se quedó tocando
solo. Los acordes con los que empezó sonaban a Debussy, Ravel, y fueron
contagiándose de swing poco a poco. Quizá fue este el momento en el que más
claro se percibió su profunda relación con el clásico.
El público
se animó a aplaudir cada vez más rato después de cada solo, particularmente en
los últimos temas, y no se oyó una tos en todo el concierto, aunque quizá esto
último se debiera más al temor de ser juzgado de contagiado covid.
De una forma
u otra, Mehldau volvió a emocionar con su delicadeza y trajo a la
memoria aquel primer contacto con el jazz en un aula del Conservatorio.
*Reseña crítica publicada en la revista MásJaaz
DdA, XVII/4855
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