martes, 11 de mayo de 2021

CABALLERO BONALD: INTUYO QUE SU MUERTE ENCENDERÁ AÚN MÁS SU PALABRA



Víctor Guillot

Venía a presentar Dos días de septiembre, un libro cuarentón y generacional a un taller organizado por José María Guelbenzu, un 19 de mayo de 2006. Así que me acerqué a recogerlo hasta el Hernán Cortés. Yo venía de una muerte y el se dirigía tranquilo y expectante a otra, la suya. «La muerte es una mala puta que siempre está al acecho; cumplo 80 años y si te soy sinciero, no me acostumbro a ella», me dijo mientras caminábamos lentamente hacia el muelle. Quería ver el mar y los veleros, porque Caballero Bonald había sido navegante. Yo le dije que la muerte simpre nos regala algo y que siempre nos arrabata algo, si logramos seguir vivos después del encontronazo. Entonces se paró, me miró de frente, como asustado, y seguimos desde la Plaza del 6 de Agosto, en los aledaños del Marcado del Sur.

«Yo debía haber escrito en mi juventud una guía de mercados y prostíbulos de España, porque me parece que hay dos elementos fundamentales para conocer una ciudad: el mercado y el barrio de las putas. El mercado, el aliento del mercado, lo que se habla, lo que se compra, da una idea muy clara de un estado social. Y los barrios de las putas: los que entran, los que salen y cómo se comportan». Lo dice mientras pasea por el Mercado del Sur, herborizando su palabra nacida bajo el asfalto, a la sombra de Góngora.

Porque Caballero Bonald había sido siempre un vividor, un gran vividor, en un sentido hedonista y filosófico, así que era normal que le tuviera miedo a la muerte, y si no miedo, un respeto que no le había restado un ápice a su compromiso político e intelectual. También era normal que hiciera una exaltación intensamente sureña y seseante de la vida y el placer. Porque la primera era inexorable y la segunda no volvería jamás.

A su manera, Caballero Bonald fue un visionario, un místico andaluz, que había vivido la clandestinidad contra el franquismo, y en democracia, percibido durante la España de Zapatero el país que vendría después con Pedro Sánchez. Entonces, año 2006, contemplaba un pueblo exacerbado, en el que los enfrentamientos políticos ya habían perdido su elegancia. Había desaparecido el ingenio donde antes brillaba la inteligencia. Desde el pasado, como un mago, veía en los periódicos y en los spin doctors del futuro todo el trumpismo de hoy y todo el fanatismo de mañana. «Percibo una serie de organismos dedicados a crear improperios que compiten entre sí para ser el que más injuria, el que más calumnia, al contendiente. Esto no es bueno».

Por el camino, entre su militancia de izquierdas, la poesía, las mujeres y su Breviario del vino (nadie ha escrito sobre la tristeza del vino mejor que él), había venido a ser el exponente del poeta andaluz en una generación de escritores que había tomado vias divergentes. Por un lado Ángel González, José Agustín Goytisolo y Jaime Gil de Biedma, toda la poesía social que buscaba contar la España franquista desde una militancia canalla, whiskera, noctámbula que desembocaría en la poesía de la experiencia entendida casi como una hegemonía cultural. Por otro, la poesía pura de Valente, embebida del misticismo de Juan Ramón Jiménez, la de Brines, Claudio Rodríguez y la del propio Bonald, barroca, sensual, embriagadora y, en consecuencia, destinada a ser una carretera solitaria cuyo estilo, paradójicamente, asimilaría la columna de la prensa, completamente seducida, con mucha más facilidad: Francisco Umbral, Antonio Lucas, Medrano. Quiere decirse que Bonald había evolucionado del 27 convertido en un poeta andaluz que sugería en sus versos lo que no ha sido dicho, lo que aún estaba por decir, con vocación de nigromante, tahúr de la noche, desbordante y febril.

Dos años antes había publicado Seix Barral una poesía completa de CB. Ahí se veía al hombre que observa la vida a través de la metáfora, como se observa la realidad a través del vino. En la gran tradición de la poesía andaluza, Bonald hacía poesía de las cosas vividas, siempre a través de una imagen, una sonoridad, que no pretendía sublimar, tan solo encontrar la verdad última de la palabra impensada, con la pretensión de descifrar el misterio de cada inscripción en la piedra, en la pared, en la cal, que explicase el terrible temor de saberse solo.

Caballero Bonald y Carlos Barral, en el Mediterráneo, Héctor Vazquez Azpiri o Ignacio Aldecoa, en el Cantábrico, han sido grandes escritores y buenos navegantes. En España ha sido escasa la tradición literaria de nuestros mares, comparada con la anglosajona. Carlos Barral y Héctor han tenido muy presente el mar en sus novelas, memorias y su poesía, respectivamente. «Carlos se consideraba muy buen navegante, pero no tenía una cosa que me parece que todo lobo de mar tiene: respeto. Barral era un temerario. Cogía bordadas peligrosas y escoraba el barco con mucha temeridad. Yo nunca lo hice. El mar se traga todo lo que sea. No se puede jugar con él»

Bonald me hablaba del mar con nostalgia de marino, mientras se pudría su velero en un varadero de Sanlúcar de Barrameda. Como decía Coleridge, el mar no tiene memoria. Ciertamente, en el mar las conversaciones nada tienen que ver con las que se hacen en tierra. Había en él una vida atormentada de alcohol y depresiones, a la que se unía despiadadamente la vejez, una memoria selectiva y una voluntad de silenciar los demonios interiores. La repugnaba el gregarismo. Fue un camarada, un poeta impulsivo y sereno, un aventurero, en ocasiones áspero, pero siempre lírico, como el silencio, como el mar. Intuyo que su muerte sólo encenderá aún más su palabra. Porque la muerte te arrebata algo y te devuelve siempre algo, incluso, si eres poeta, aunque no la sobrevivas.

MiGijón DdA, XVII/4843

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