Manuel Maurín
Durante muchos siglos, y desde su propia fundación en
el siglo VIII, Oviedo fue una ciudad eminentemente
clerical donde las principales actividades mercantiles y sociales se
desenvolvían al socaire del ilimitado poder de la Iglesia, que acrecentaba cada
día su patrimonio económico e inmobiliario. Las peregrinaciones, las donaciones
y las rentas alimentaban la acumulación de riqueza y configuraban una urbe
parasitaria, no generativa y en extremo dependiente del lucro y los privilegios
eclesiásticos.
Y fue precisamente esa subordinación la que se
interpuso como obstáculo al desarrollo cuando en el siglo XIX los aires de la
Revolución industrial se encontraron con la imposibilidad de arraigar en un
lugar en el que los principales espacios que podían permitir la localización de
las nuevas actividades industriales, comerciales, residenciales o ferroviarias,
estaban ocupados, como un corsé asfixiante en torno al viejo núcleo amurallado,
por terrenos amortizados y pertenecientes a las diferentes órdenes monásticas
que dominaban la ciudad: San Vicente, San Pelayo, San Matías, Santa Clara, San
Francisco, Santo Domingo.
Solo mediante las radicales desamortizaciones que
expropiaron muchos de esos bienes inmobiliarios a la Iglesia se pudo, por fin,
desde mediados de siglo, despejar el camino para la implantación de nuevas
industrias (como la Fábrica de la Vega, la de Gas o las metalúrgicas de
Bertrand y La Amistad), de las conexiones ferroviarias, del ensanche urbano en
torno al barrio de Uría o del propio Campo de San Francisco, convertido en un
parque de uso público. Gracias a esa tenaz intervención Oviedo conoció
entonces un importante crecimiento y diversificación económica y social, cuyo
legado arquitectónico es uno de los principales valores patrimoniales de que
dispone hoy la ciudad, sin menoscabo del propio patrimonio religioso.
No obstante, la Iglesia ha seguido manteniendo un
importante peso en la capital de Asturias, tanto fáctico como físico (prácticamente
un tercio del suelo y del espacio edificado en el casco antiguo aún le
pertenece), peso que se vio reforzado durante el franquismo y se mantuvo en las
décadas de gobierno municipal de la derecha. Sólo en el corto paréntesis del
reciente mandato progresista se produjo un cierto distanciamiento entre las
instituciones civil y religiosa, lo que permitió desarrollar desde el
consistorio una política municipal más independiente respecto a los intereses
de la curia.
Tras la toma de posesión del actual gobierno municipal
de la derecha se ha vuelto a evidenciar, sin embargo, un nuevo y radical giro
que pretende situar otra vez a la Iglesia en una posición privilegiada respecto
a las decisiones de la política cultural, turística y urbanística, abriéndose
un nuevo escenario de relación preferente e interdependiente entre ambos
poderes.
La inmediata recuperación, tras las últimas
elecciones, de los encuentros marcados por las fechas del calendario litúrgico
(empezando por «el caldín de Ramos» y «las fresas del Corpus»), la cesión ante
las pretensiones del arzobispado sobre la supresión de los conciertos en la
Plaza de la Catedral, el mantenimiento de los privilegios fiscales, la
anunciada reconversión de la Jira civil y reivindicativa al Naranco en una
efemérides religiosa o la intención de hacer gravitar la actividad turística,
comercial y hostelera en torno a las celebraciones de la Semana Santa, la
Navidad y otras festividades de la agenda católica, acreditan ese viraje y esa
posición privilegiada que la Iglesia recupera en Oviedo (mientras en Gijón se
redacta el Reglamento de Laicidad del municipio).
A partir de ahí, solo se podía esperar una creciente
injerencia en el diseño y las decisiones urbanísticas que afectan al Oviedo
Redondo, donde algunos solares e inmuebles, propiedad de la Iglesia, ofrecen
amplias expectativas de negocio e irradiación cultural (por no decir
ideológica) para el arzobispado. Y así vemos como importantes proyectos de
intervención urbanística, cuya gestación debería corresponder a los servicios
municipales y contar con la debida participación pública, son ideados y
anunciados unilateralmente por las autoridades eclesiásticas y recibidos con
naturalidad y beneplácito por parte de la administración civil y de «las
fuerzas vivas» de la ciudad.
Lo que se anuncia es nada menos que la construcción de
un Centro Cultural de notables dimensiones localizado en la estratégica parcela
del martillo de Santa Ana, pero no para ser cedido a la ciudad sino para
engrosar el patrimonio eclesiástico, probablemente con financiación pública, y
polarizar en torno a sí el resto de la oferta turística del casco antiguo.
Y de paso, completando la operación, se desliza
también otro proyecto para acoger en la Casa Sacerdotal, al otro lado de La
Corrada del Obispo, un geriátrico con más de 100 plazas que, libres de
impuestos, generarán una estimable renta para el arzobispado. Todo ello
mientras la Iglesia continúa dificultando el acceso a la muralla medieval para
su rehabilitación y se niega a abrir al uso de la ciudadanía el llamado Jardín
de los Reyes Caudillos, cuya titularidad pública había reclamado el consistorio
en el pasado.
El nuevo corsé clerical que se empieza a tejer sobre
el Oviedo del siglo XXI es justo lo contrario de lo que la ciudad necesita para
no perder otra vez el tren del desarrollo y la modernidad. Y que se
autoproclamen como liberales (igual que los liberales que impulsaron la
desamortización) quienes comandan ese giro retrógrado dice bastante respecto al
grado de credibilidad que pueden merecer.
DdA, XVII/4825
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