jueves, 1 de abril de 2021

LOS DIBUJOS A LÁPIZ DE JOSÉ LUIS CAMPAL

Leticia González Díaz

Si hay algo que me cuesta reproducir con palabras, son los olores. Es decir, me es sencillo delimitar la geometría de un color, de un objeto, de una textura determinada por escrito.Quizás porque llevo toda una vida tratando de desentrañar los misterios de la mujer que me habita, tampoco me cuesta catalogar y transmitir al lector, sentimientos o emociones. Propias o ajenas.

El universo de los aromas es otra cosa. El aroma carece de medidas, no puede ser conjugado y no tiene edad. A diferencia de las imágenes, la esencia de estas no se pronuncia, no mide, no pesa, no se ve, ergo no se deja concretar. Pero si hay algo que distingue al aroma de todas las cosas que pueden ser transcritas en un papel, es que este no se diluye con el paso del tiempo, de tal suerte que un aroma antiguo, completamente borrado, puede salirte al paso y llevarte justo al punto donde fue aprisionado, inconscientemente varias décadas atrás, en ese mismo instante, sin que medie tu voluntad, sin ser artífice o partícipe de ello. Nítido y recién nacido.

Parece entonces sencillo, escribir que “el cuello de aquella mujer olía a rosas”, pues al lector le basta con cerrar los ojos y evocar el perfume de una rosa abierta. En apenas una comparación de tres palabras, y el nulo esfuerzo creativo que esto supone, el narrador se habrá ahorrado la ardua tarea de explicarle a quien le lea, lo que su protagonista percibió al acercarse al cuello de aquella mujer.

¿Pero cómo describir el olor de Casa Pin? Hay ciertos olores que no se nos olvidan, son los grabados durante la infancia. La impronta que dirían los etólogos. Uno de esos olores fetiche es el de los lápices de madera recién *tajados. Os parecerá raro, pero hay un punto concreto en el camino, bajo las ramas de un árbol concreto, en la zona concreta donde corro habitualmente, que huele a plumier con sus lápices de madera, algunos de ellos recién afilados. (Latitud 43,526506 Longitud -5,642997), justo aquí. El caso es que es fácil verbalizar que esto huele a esto o a aquello, dejar en manos de los recursos pituitarios del lector, el ejercicio de evocar el aroma que refieres en tu relato. Pero, ¿cómo describirle el olor de un chigre asturiano a alguien que jamás ha pisado un chigre?

Los chigres asturianos en los años 80, olían a serrín fresco, a madera, a cacahuetes, a caldo de ave, a periódicos leídos muchas veces, al dulzón picante de los encurtidos, a tabaco, a anís, a café y a sidra. Si había botellas enfriando en agua, olía a cierta humedad, a cueva, a bosque umbrío. Las cajas de bebidas apiladas, tenían su olor particular dependiendo de si eran de plástico o de madera, si eran viejas o nuevas, si se movían con frecuencia o eran parte del mobiliario.

En el Condao, en los años 80, había siete bares, y aún a día de hoy sería capaz de reconocerlos con los ojos vendados, por su olor. Por la proximidad a la casa donde me crié y porque tenían uno de los pocos teléfonos del pueblo, si no el único, en el que más instantes pasé fue en casa Pin. En mi memoria se entremezclan y confunden momentos plácidos de alterne con la familia, momentos sin fecha y fechas concretas, como aquella noche del verano del 88 cuando la Década Prodigiosa, mi grupo favorito con doce participaba en Eurovisión y buena parte del pueblo se había congregado para ver la actuación de España. La noche en que nos visitó el Gran Mago José Luis Gonzanizo más conocido como Anthony Blake a hacernos magia. Los domingos, esperando sentada en una banqueta a pie de cabina, la llamada de mi madre que a eso de las 11 nos hacía a mi hermana y a mí puntual desde Canarias. Y las cientos y cientos de veces que fui a comprar un helado. Helados al corte, helados de cucurucho, helados de tarrina, helados de hielo...

A veces, el camarero, inmerso en sus quehaceres, tardaba en atenderme, y entonces, entre aburrida e impaciente, me encaramaba sobre el rodapiés del desagüe de sidra para llegar a lo alto de la barra y contemplar el mundo que se escondía tras ella. El llamativo cartel de Miko, Camy, Frigo, con el precio sobre sus especialidades disponibles y la equis sobre aquellas que directamente “no había”, las botellas de bebidas, y sus coloridas etiquetas, las bolsas de patatas fritas y cacahuetes, el rincón de los tapetes y los juegos de naipes, la caja registradora, *el chigre, el almanaque de turno con la más que probable obra de Romero de Torres, y en especial, aquel cuadro de grandes dimensiones, del que apenas queda un esbozo, desafortunadamente desdibujado en mi memoria. Quizás se tratara de un mural pintado sobre azulejo, quizás un óleo, o una obra impresa en papel de gran gramaje. Recuerdo truchas, recuerdo el río, no podría concretar si había una caña, si había un trozo de sedal, si había un pescador, si había una acción; yo solo admiraba la belleza hiperrealista de aquellas truchas moteadas en tonos verdosos, ocres y dorados que se arqueaban en una escena prácticamente olvidada.



Hay algo de aquella obra plástica que recuerdo con la nitidez cristalina de un aroma, y es la firma; pero eso no lo supe hasta esta mañana.Cuando esta mañana Germán me pasó unos dibujos a lápiz hechos por su padre, enseguida reconocí su firma. La imagen de su rúbrica me salió al paso como solo un buen aroma podría haberlo hecho. Indeleble, intacta, contundente, delimitada en su anatomía, concreta en su dimensión y forma. Su padre, a quien yo no había tenido la fortuna de conocer, no había dejado de dibujar desde antes incluso del mural que le habrían encargado para decorar una pared de uno de los siete chigres en un pequeño pueblo del valle del Nalón.

Mientras contemplaba su obra, un huracán de emociones me asoló, padecí un intenso brote de Stendhal, creí hallarme ante la obra de Dios, de un Dios terrenal y finito, y lloré de emoción por haber llegado tan tarde y a la vez a tiempo de darle las gracias. Después de fustigarme por no haber conocido al artista en todos estos años, cuando aún podría haber tomado un café o quién sabe si dar un paseo bajo la alameda de algún parque, y preguntarle dónde y cómo había aprendido a hacer eso, quise saber más sobre él, todo sobre él, y entonces comprobé que tenía cuenta en Instagram, algunos de los dibujos que su hijo me había compartido y 88 seguidores. Tuve que mirarlo dos veces para verificar con una tristeza inenarrable, que era cierto. 88 suscriptores para un genio.

Esto no es un aroma, no es una emoción, es una bofetada a dos manos, a nuestro orgullo, a nuestra injustificable falta de tiempo, a nuestra incapacidad de VER a nuestros mayores, a nuestra incapacidad de darles SU LUGAR en nuestro tiempo. Al desprecio de nuestros artistas, otrora miembros respetados, miembros VENERADOS en cualquier comunidad que se preciara de serlo. Si no somos capaces de reconocer el mérito del laborioso, continuado, impecable, preciosísimo trabajo de José Luis Campal, apaga y vámonos.

https://instagram.com/joseluiscampalmuniz...

*sacar punta a un lápiz de madera.

*bar/sidrería en Asturias; aparato para descorchar la botella de sidra que solía estar colgado de la pared.

DdA, XVII/4805

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