jueves, 1 de abril de 2021

HAY QUE MIRAR A LOS OJOS A LOS FASCISTAS

Raúl Solís

Nací y crecí en una familia condenada a la pobreza y a los señalamientos por ser pobre y pertenecer al bando de la gente de bien que defendió la democracia frente al golpe militar que hizo saltar por los aires el Estado de derecho y las instituciones democráticas de España en 1936.

Mi abuela, que sufrió en carne propia toda la barbarie franquista, cuando me veía estudiando me animaba “para que puedas mirar a los ojos de los señoritos”. Mi madre, que a sus 78 años no sabe leer ni escribir porque el franquismo -que es el nombre por el que en España nombramos al fascismo- la condenó a ser una esclava de los ricos de un pueblo extremeño con tanto poder que se podían permitir el lujo de pagarle con un trozo de bacalao a cambio de limpiarle los suelos de rodilla y de perder su adolescencia sirviendo y cuidando niños y niñas que eran mayores que ella.

Mi madre, que ha crecido con el miedo en el cuerpo que instaló el franquismo a varias generaciones, también me decía que estudiara “para poder defenderte de los señoritos”. Cuando mi abuela o mi madre decían señoritos, lo que querían decir es que mirara a los ojos a los fascistas que violaban a las criadas, las ponían de rodillas a cambio de comida y cama, echaban monedas debajo de las camas  a mi madre para comprobar si, además de limpia, era honrada y se permitieron el lujo de arruinar millones de vidas por pertenecer al lado correcto de la historia, que es la democracia y no el fascismo.

Los señoritos que explotaban, encarcelaban y pegaban palizas de muerte, a los que no se sometían a su tiranía, tienen nombres y apellidos y la política, si de algo se debería hacer cargo, es de ponerle nombre a los malvados. Los señoritos que explotaron a mi madre siendo una niña y que le negaron a mi abuela una mísera pensión tras la muerte de mi abuelo, fallecido mientras cuidaba cochinos a uno de los señoritos con apellidos largos de Extremadura, hoy se llaman Vox y PP. Ultraderecha y ultraultraderecha.

Los manifestantes que levantan el brazo como Hitler, que han intentado que no se celebrara una reunión de Pablo Iglesias con una asociación de vecinos en Coslada, ni son manifestantes ni jóvenes. Se llaman fascistas. Ultraderechistas. Son los herederos ideológicos de los señoritos que le arruinaron la vida a mi familia y el motivo por el que mi madre lloraba a lágrima viva cuando yo me convertí en el primer licenciado universitario de mi familia. “No te olvides nunca de dónde vienes, hijo”, me plantó. Y aquí estoy, escribiendo para no olvidar.

Lo que quiso decirme mi madre cuando me licencié es que no deje nunca de mirarle a los ojos de los señoritos que la explotaron y vilipendiaron por el único pecado de ser pobre y pertenecer a una familia de demócratas que se posicionó claramente a favor de la democracia cuando el fascismo dio un golpe de Estado. En este país nuestro se nos ha contado la historia tan malamente que entendemos que después de la República vino una guerra civil, cuando lo que vino fue un golpe de Estado del que criaturas indefensas como mi familia, sin armas y sin dinero, intentaron defenderse de las grandes fortunas del país que contaron con el apoyo de la aviación de la mismísima Alemania nazi.

En este país, el único del mundo donde el fascismo venció, gobernó e instaló su idioma durante 40 años, llamarse antifascista equivale a que te llamen violento o radical y mirarle a los ojos a los fascistas a que te sitúen en el mismo lado que la ultraderecha que tiene como plan político la descivilización de nuestra sociedad y volver a situar en el abismo del horror a la gente sencilla. A los trabajadores explotados como mi familia, a las mujeres, a las minorías raciales, a lesbianas, gais, bisexuales o trans y, en definitiva, a los que ocupan los escalafones más bajos en su modelo odioso de sociedad.

Me ando leyendo un libro sobre Silvina Ocampo, una escritora argentina, la mujer más importante que parió el país sudamericano en el siglo XX –con permiso de Evita Perón- que pertenecía a la burguesía terrateniente del país, pero se definía, a la vez que defensora de los privilegios económicos de su clase, antifascista. España es una anomalía democrática no ya en los países de la Unión Europea, sino también en los latinoamericanos. Ser antifascista, más allá de ideologías políticas, es el mínimo común denominador que se le debe exigir a un demócrata.

El resultado de 40 años de dictadura franquista y de una transición sin ruptura con el pasado es que hoy muchos estupendos bienpensantes estén criticando a Pablo Iglesias por mirarle a los ojos a tres fascistas. En lugar de criticar a todos los líderes políticos, periodistas y medios de comunicación que llevan desde 2018 normalizando la amenaza descivilizatoria que representa la ultraderecha y la ultraultraderecha de Ayuso y Abascal, estos estupendos ponen el foco en quien planta cara al fascismo.

Mirar a los ojos de los fascistas es mirar a los ojos de los señoritos que le arruinaron la vida a mi familia, que condenaron al analfabetismo y a la pobreza y precariedad no sólo a mi abuelos o a mi madre, sino también a mis hermanos. Porque la pobreza, al igual que los privilegios de los señoritos, se hereda por generaciones. Mirar a los ojos de los fascistas es más que un gesto simbólico, es decirles que ninguna niña más será sacada de la escuela para fregarle los suelos de rodillas a las familias poderosas a cambio de dos reales.

Mirar a los ojos a quienes saludan como Hitler es decirles que nunca más un país con mujeres maltratadas en el silencio de sus cocinas, que nunca más iremos a prisión las personas LGTB, que se acabó el país en chancletas en el que algunos privilegiados tenían tanto poder que eran capaces de poner a fregar de rodillas a una niña de ocho años a la que no permiten ir a la escuela. Mirar a los ojos a los fascistas es mirarle a los ojos de los señoritos que han marcado la historia de millones de familias españolas explotadas y castigadas por la soberbia inexpresiva de quienes tienen como ideología la muerte, la destrucción, la descivilización y la vuelta al pasado.

La última hora DdA, XVII/4805

1 comentario:

Manuel Sánchez Vicioso dijo...

Muy bueno y emocionante

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