Alicia Población Brel
Desmayarse, atreverse, estar
furioso,
áspero,
tierno, liberal, esquivo,
alentado,
mortal, difunto, vivo,
leal,
traidor, cobarde y animoso;
La
música de Beethoven bien pudiera recordar este poema de Lope de Vega sobre el
amor. Los adjetivos que te vienen a la cabeza al escuchar la música del
compositor son tan abundantes como insuficientes para definir las pasiones
humanas, reflejadas en su música. Resulta interesante volver a percatarse una y
otra vez de la insuficiencia del lenguaje a la hora de transmitir emociones en
comparación con el sonido.
El
pasado 9 de abril (Ciclo Liceo de Cámara del Centro Nacional de Difusión Musical) tuvimos la oportunidad
de disfrutar una vez más de la música de cámara de un personaje tan enigmático
como Beethoven de la mano de la violinista alemana Isabelle
Faust (1972),
que se reunió en la sala de cámara del Auditorio Nacional de Madrid con su
pianista de cabecera, Alexander Melnikov y su cellista de confianza Jean
Guihen Queyras.
Las
restricciones de movilidad impuestas por la actual crisis sanitaria impidieron
a la violinista juntar a su Noneto, con el que iba a interpretar el Septimino
op. 20 de
Beethoven y la primera versión de la Serenata nº 1 op. 11 de Brahms, para nueve instrumentos, por lo que el trío
tocó “en sustitución” un programa conformado por el trío opus
70 nº 2 (1808)
y el opus
97 “Archiduque” (1811), junto con las menos conocidas Variaciones
sobre “Ich bin der Schneider Kakadu” op. 121a.
Los
músicos nos regalaron lo divertido, lo meloso, lo bromista, lo lastimero y lo
solemne, lo nervioso y lo angustiado o lo enfadado y lo decidido de la música
del compositor alemán, empezando por un primer movimiento del opus
70 que
llegó de la nada a través de las cerdas del arco de Queyras. Los diálogos entre
los instrumentos iban de la tensión a la relajación alternativamente, llegando a
parecer incluso esquizofrénicos. Los contrastes dinámicos llevados al
límite iban de un extremo a otro a una velocidad que no te permitía
desviar atención. Las yemas de Faust se escuchaban batir sobre el mástil del
violín con fuerza y determinación. La proyección con la que tocaba su
Stradivarius inundaba la sala en los momentos de protagonismo violinístico y
conformaba un mullido colchón en los momentos de acompañamiento armónico. En
los clímax, los músicos acariciaban cuerdas y teclas con frenesí, y los sonidos
de los instrumentos parecían abrazarse en el centro de la sala, entretejidos en
un único vibrato.
Fue
raro que, una vez más por protocolo, el público reprimiera el aplauso al menos
en dos ocasiones que lo pedían a gritos. Resultaba extraño por lo enfebrecidos
que sonaban al término del concierto los “bravos” desde diferentes puntos de la
sala. Me cuesta creer que sea posible reprimir la emoción hasta el último
minuto cuando la música te está pidiendo el éxtasis del aplauso. Algunos
defenderán el hecho de no aplaudir hasta el final a razón de no perder el hilo
conductor de la obra, sin embargo los músicos reafinaban en cada movimiento,
entre toses incómodas y bisbiseos nerviosos, lo que podría haber dado hueco a
ese aplauso deseado que no acababa de llegar. Este silencio incómodo y
reprimido hacía parecer más un streaming que un concierto en directo.
Se ha hecho patente durante la pandemia la necesidad de la interacción del público con los músicos, así como la retroalimentación de la energía desde ambos lados del escenario. ¿Por qué, a pesar de todo, seguimos reprimiendo las pasiones que nos suscita una música como la de Beethoven, que tan bien interpretó el trío de Faust? No nos dejemos encorsetar por un programa de mano que nos dicta los tiempos de nuestra propia emoción y dejémonos llevar de una vez por la música.
Ciclo
Liceo de Cámara del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM).
Isabelle
Faust, Alexander Melnikov, Jean Guihen Queyras.
Obras
de Beethoven.
Auditorio
Nacional de Madrid.
Foto
© Elvira Megías - CNDM
*Crítica publicada en Ritmo, revista de música clásica
DdA, XVII/4816
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