Tiene
todo el mundo en sus manos, como dice la canción. O al menos eso quiere hacer
creer. El hecho es que José Villarejo guarda siete cartas que afectan al
núcleo del sistema político español. Son un disco duro con un 50% de
información que la Justicia no ha logrado desencriptar, y una amenaza
general —la mayor parte del tiempo, vaga— que es constantemente
reflejada en sus medios de comunicación afines. Son siete cartas, una para la
monarquía, otra para los dos partidos que han gobernado en España en los últimos
30 años, la espada de la Justicia (“quiero colaborar con la justicia, como he
hecho toda la vida”, dijo con retranca el comisario al salir a la calle), la
carta de la cloaca policial, la del empresariado, el comodín del periodismo y
la carta que está usando contra los servicios secretos y su anterior director,
Félix Sanz Roldán.
¿Cuánto de verdad y cuánto de mentira
hay en la amenaza de Villarejo al conjunto del régimen? Si no es el Centro
Nacional de Inteligencia, hasta ahora vapuleado por el comisario, nadie puede
responder a esa pregunta. Algo que revela hasta qué punto un solo hombre pone
en peligro al sistema. Tiene, o dijo que tiene el día que fue puesto en
libertad por la Audiencia Nacional, la forma de provocar una catarsis.
El sistema no parece capaz de
transformarse en un sentido democrático —no sin que eso afecte a expresidentes
o dirigentes autonómicos, los jefes del Ibex o a las grandes cabeceras
mediáticas— y la amenaza para la sociedad, no tanto para el propio sistema, es
que esa catarsis la aproveche una fuerza que imponga un modelo autoritario
basado en la purga, la expropiación, la censura y la persecución explícita y
sin cortapisas de sus enemigos.
En abril de 2013, Rafael Chirbes
respondía con preguntas al cuestionamiento sobre el alcance de la Ley de
Memoria Histórica “¿Qué institución del Estado, qué fortuna, qué empresa podía
soportar eso que tú llamas ‘llegar hasta el final’?, ¿no se
había levantado todo esto sobre purgas, requisas, usurpaciones? ¿quién podía
exhibir una legitimidad de origen?”. En el desangelado cuestionamiento de
Chirbes sobresale una cuestión que los poderes de su generación no quisieron
contestar y que hoy nadie se encuentra en condiciones de
responder. “Llegar hasta el final”, la llamada “regeneración”, es estos
días es al mismo tiempo una necesidad y una amenaza que no se limita a quienes
hicieron uso de las cloacas.
La regeneración fallida
José María Aznar, que quiso reivindicar
para sí el papel de capitán de la segunda Transición, llegó a La Moncloa con el
anuncio de llevar a cabo una regeneración del sistema. Poner el contador a cero
tras la Zona Especial Norte, los GAL, la corrupción clientelar, los Prado, de
la Rosa, los Al Kassar y los fondos reservados. El anuncio duró lo que duran
dos cubos de hielo en un vaso de whisky, Aznar descubrió que el PSOE no había
inventado nada, que allí había demasiados intereses entrelazados como para
poder cortar uno de un solo tajo.
Aunque el régimen no se regeneró, sí tuvo una segunda juventud. En marzo de 1998 se comenzó a comercializar la viagra, un hallazgo que tendría efectos simbólicos y reales entre una clase dirigente que iba a vivir un nuevo periodo de expansión con la definitiva privatización de sectores estratégicos y el dinero derivado del gran experimento de convergencia europea.
El sistema se sintió encantado de
conocerse con la entrada en el siglo XXI: el excedente de los beneficios de los
países centrales de Europa se convirtió en la gasolina de un ciclo de
crecimiento basado en el ladrillo y el turismo. Esas inversiones dieron paso a
un flujo constante de cash entre las constructoras, el negocio
del fútbol, los grandes medios de comunicación y las estructuras locales y
autonómicas de los partidos. Recalificaciones y concesiones. Los sectores
estratégicos se situaron en punta mediante el sistema de puertas giratorias. La
justicia, la alta magistratura, acumuló privilegios y conexiones en ese tiempo.
Con la monarquía ya se sabe lo que pasó (al menos una parte). No todas las
instancias estaban completamente corrompidas pero el sistema entero se apoyaba
en una base débil, con un origen dudoso.
La creación de ese inmenso vivero de
ganadores y perdedores —en la pasada década el número de millonarios creció un
470% en España, mientras que hoy vive más gente por debajo del umbral de la
pobreza que a comienzos de siglo— tuvo como efecto inicial la autonomía de las
instituciones sobre la sociedad a la que representaba.
Cualquier posibilidad de un “afuera del
sistema” se encontraba neutralizada por las propias condiciones materiales bajo
las que funcionaba la extracción del beneficio. La democracia representativa
funcionaba por inercia y, no por casualidad, fue la primera instancia en entrar
en crisis. Nadie que no estuviera en el secreto podía formar parte de
aquello que se identificó como “la casta” en el nacimiento de Podemos.
Durante esas tres décadas, las cloacas
sirvieron al proyecto general ocultando lo que podía comprometer al sistema. En
primer lugar, el dinero que no querían tributar en España, al mismo tiempo, las
intrigas entre las distintas capas del sistema —caso Baŕcenas, caso
Iberdrola— y de este contra sus enemigos —fueran de País Vasco, Catalunya o de
Podemos— generaron aun más dependencia hacia Villarejo y sus socios. Estos
hacían dinero y acumularon información hasta hacerse más fuertes, o al menos,
creérselo, que las instituciones a las que servían.
Sueño con Dinamarca
El jueves, un vídeo manipulado recorrió
los grupos de Whatsapp. En la parodia, los miembros del Parlamento danés sufren
un ataque de risa cuando una diputada explica —o eso dicen los subtítulos— que
las infantas se han vacunado en Emiratos Árabes Unidos. El éxito del montaje da
muestra de un cansancio profundo hacia las instituciones que insisten en que
“todos somos iguales ante la ley” durante la semana de la puesta en libertad de
Villarejo y la regularización de 4,4 millones de euros del rey Juan Carlos I.
Desde la crisis de 2008, todas esas
instancias han entrado en distintos momentos de crisis, de la más
grave —la de la monarquía— hasta la más ligera —las crisis intestinas
en el Ibex 35—. Como resultado, ninguna quiere o puede jugar un papel
estabilizador. Y, en el interior de esas instituciones, aumenta la pulsión
autoritaria, la ensoñación de que un puño de hierro puede limpiar la
corrupción, cuando todas las experiencias históricas dicen que la multiplica.
Esos discursos aspiran a encontrar a ese cuerpo social cansado, que no entiende
nada, y que ha sido socializado en la defensa de sus privilegios, por pequeños
que estos sean a los ojos de una infanta. La experiencia del sistema es
triturar los discursos que, frente a los privilegios, defienden la igualdad.
Las cartas que guarda Villarejo
enfrentan a los tres poderes unos con otros, afectan a la credibilidad del
periodismo, amenazan judicialmente a los campeones del milagro económico
español y, por encima de eso, dificultan la propia reproducción del sistema. El
Estado carece de la convicción necesaria para regenerarse y, en cambio, acude a la cita con los emisarios de las cloacas, para
ver cómo alargar la agonía. ¿Qué institución del Estado, qué fortuna, qué
empresa podría soportar eso de llegar hasta el final? José Manuel
Villarejo proclama que ninguna.
El Salto DdA, XVII/4785
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