Teodoro Ortega
Muchos acontecimientos he visto pasar pero mi buen humor me ayudó
siempre a vencer todas las dificultades. Como le decía siempre a mis nietos
“más se perdió en Cuba”. Vi la luz en 1913 en El Centenillo, una población
perteneciente a La Carolina, provincia de Jaén, durante el reinado de Alfonso
XIII y con Eduardo Dato como presidente del Gobierno. Mi familia y adolescencia
fueron felices y, aunque modestamente, no nos faltaba para comer. Mi madre
regentaba una tienda de ultramarinos y mi padre, era minero. Me llamo Antonia
Ortega Vilches.
El
Centenillo a principios de los años 30 era una explotación de plomo y en menor
cuantía de plata, propiedad desde mediados del XIX de una compañía inglesa
denominada New Centenillo Silver Lead Mines Company Limited. La mina atraía a
jóvenes de toda Andalucía en busca de trabajo en aquellos años de la
Segunda República porque los sueldos eran buenos y las condiciones laborales
aceptables en un territorio pobre y subdesarrollado en aquella España de
principios del siglo XX. Incluso, como parte de las instalaciones de la mina,
los ingleses contaban con una pista de tenis donde practicaban aquel deporte
que a nosotros nos parecía un poco extraño vestidos de un blanco impoluto.
Uno
de aquellos jóvenes que llegó a El Centenillo fue Luis Collado Castaño, mi esposo.
Había dejado atrás su pueblo almeriense para venir hasta Jaén en busca de
trabajo. Nos conocimos, nos enamoramos y decidimos irnos a vivir juntos. Pero a
mis padres no les gustaba Luis, ellos querían mejor partido para mí que un
jornalero recién llegado y nunca aprobaron esta unión que, más tarde, me
traería tantos problemas.
Poco
antes de estallar la Guerra Civil, en febrero de 1936, nació nuestro primer
hijo, Alonso, y un año después nuestra pequeña Lola. Antes de que terminara la
contienda, decidimos casarnos, por lo que pudiera pasar, porque no las teníamos
todas con nosotros y mis padres insistían. Luis no había ido al frente por su
condición de minero pero, a causa de su trabajo, enfermó de silicosis y al
término de la contienda su salud estaba ya tan deteriorada que en 1941 murió a
la temprana edad de 33 años.
Y
la felicidad de mi niñez y la placidez de mi juventud al lado de Luis dieron
paso a un camino tortuoso para sacar a mis hijos adelante. Viuda, con 27 años y
dos pequeños de 5 y 4 años, mi único objetivo era conseguir una pensión de
viudedad para poder vivir. Y, ¡con la Iglesia habíamos topado!, como suele
decirse.
No
le faltó tiempo al párroco de El Centenillo para poner trabas a mi solicitud
porque, a pesar de habernos casado antes de terminar la guerra, previamente
Luis y yo habíamos vivido juntos sin pasar por el altar, e incluso habíamos
tenido a nuestros hijos sin haber recibido el sacramento del matrimonio. Para
aquel ferviente católico, adepto sin fisuras a los vencedores de la contienda,
lo que habíamos hecho era de rojos y de enemigos de la patria. Es decir, mala
gente. Además, mi esposo pertenecía al sindicato minero y era de izquierdas con
lo que reuníamos todos los requisitos para sufrir cuanto estuviera en su mano.
Esa
pensión era mi única salida y, tras mucho insistir, conseguí que aquel párroco,
todopoderoso y a favor de los vientos que corrían en aquella España de la
victoriosa cruzada, accediera a iniciar los trámites. Pero claro, tuve que
aceptar sus condiciones. La primera fue cambiar el nombre de mi hijo porque
aquel sacerdote consideraba que Alonso no era nombre sino apellido y, de la
noche a la mañana, mi pequeño pasó a llamarse Ildefonso perdiendo así el nombre
que le habíamos puesto en recuerdo de su abuelo, mi suegro. La inquina contra
mis hijos parecía no tener límite y también les cambio el apellido porque,
según él, no podían llevar el primer apellido de su padre. Pasaron de ser
Collado a Castaño, el segundo apellido de mi esposo. De repente, mi hijo se vio
con una identidad distinta, nunca llegó a superarlo y este trauma le persiguió
toda la vida. Su pequeña venganza no terminó con los nombres y obligó a mi
pequeño a ingresar en un internado en Valencia del que siempre recordó dos
cosas: el hambre que pasó y al cura franquista que le obligó a ir allí.
Mientras,
yo tuve que buscar trabajo y logré entrar como auxiliar de enfermería en el
hospital de Linares y, además, de cocinera en el legendario bar Rhin de esta
misma ciudad. Gracias a eso mi hija Lola, pudo estudiar con las monjas. Pero yo
necesitaba ingresar más dinero en casa para sacar a mis dos hijos adelante y a
fuerza de beber café de estraperlo, el auténtico, no el de achicoria, accedí a
un tercer empleo para poder subsistir todos y añadir algo más a la despensa que
aquello que nos permitía la cartilla de racionamiento. Me puse a velar
enfermos de noche con todo el esfuerzo que eso conlleva, por lo que no dormía
apenas. Hambre y miseria en aquella España dolida.
Una de esas
noches, la del 28 de agosto del 47, llegó al hospital, tras ser operado en la
enfermería del coso taurino, el mítico torero Manolete, una leyenda de la
España de posguerra. Había sido cogido en el coso de Linares por un toro de la
ganadería de Miura, llamado Islero. Fue una auténtica noche de nervios y
carreras, porque el torero cordobés fue sometido a varias transfusiones de
sangre por el equipo médico que lo atendió pero el calor de noche estival hizo
mella en el maltrecho diestro que sudaba sin parar mientras le aplicábamos
gasas empapadas en hielo y bebía abundante agua entre calada y calada de algún
cigarro que le acercaba su apoderado. Finalmente, pasadas la cinco de la
madrugada del día 29, se produjo el óbito. El apoderado de Manolete, su primo
hermano, Rafael Saco Cantimplas, me dio una propina de 100 pesetas por la mañana, que fueron de
gran alivio para nosotras. Viví muy de cerca un episodio trágico que impactó
sobremanera en la sociedad de aquel tiempo.
Pasados
unos años, decidimos emigrar a Cataluña como tierra de oportunidad, como tanta
otra gente del Sur. Tuve la suerte de poder colocarme, gracias a mi experiencia
en el hospital de Linares, en la Mutua de Terrassa, mientras que mi hija
encontró trabajo en el textil como tejedora porque era muy solicitada en ese
sector la mano de obra femenina en aquellos tiempos, a principios de los 50.
En
Cataluña nos afincamos y cuando nació mi nieto Teo, en 1962 me jubilé porque mi
hija trabajaba y yo le cuidé hasta que fue al colegio. Le conté todo lo que hoy
estoy explicando y siempre intenté restar importancia a cuanta adversidad
surgía en el camino con la frase “más se perdió en Cuba” que le acabó marcando.
Con
poco más de 60 años me quedé postrada en una silla de ruedas a consecuencia de
una artritis reumática muy dolorosa fruto de los años de esfuerzo y sufrimiento
que me deparó la vida hasta que a los 67 mi cuerpo se negó a seguir en este
mundo.
DdA, XVII/4803
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