Jaime Richart
Siempre hubo "evidencias
científicas". Desde Ptolomeo, pasando por Copérnico y Galileo y una
inmensa nómina de científicos de todos los tiempos hasta el Einstein de
avanzada edad que decía "dos y dos son cuatro hasta nueva orden", o
el Hawkings que, después de haberse pronunciado rotundamente en contra de la
generación espontánea, terminó admitiendo que la creía posible en tiempos
cercanos a su muerte, si somos rigurosos hemos de admitir que todos
discurrieron con arreglo a la evidencia científica que supone trabajar con
cientos o miles de comprobaciones del mismo fenómeno estudiado u observado.
Pues bien, hasta el 14 de marzo de 2020 no
había oído jamás hablar con tanto desparpajo y rotundidad la locución
"evidencia científica" como certidumbre en boca de unos y otros
epidemiólogos. Evidencia científica en este caso relacionada con una variante
de virus gripal que desde entonces no ha hecho más que mutar y al tiempo
alumbrar otra evidencia: la facilidad con la que algunos científicos y médicos,
en medio de una barahúnda de efectos inmediatos o aplazados de la actividad de
un raro virus, pueden hacer ridículo tanto un diagnóstico como un pronóstico
acerca del comportamiento de dicho virus, sobrepasados bien por la propia
Naturaleza, bien por la inteligencia artificial a la que eventualmente pudieron
recurrir en un laboratorio los manipuladores de un virus ¡pásmese el lector!
patentado, como cualquier otro producto industrial. La misma evidencia que hay
en la imposibilidad de encontrar el remedio seguro al contagio, buscado
tenazmente con toda clase de intentos por expertos que asisten a los gobiernos
de las naciones.
Y es que, desde la declaración de la pandemia,
estamos ante un virus que no hace más que mutar y desconcertar a
"expertos" que acaban degradando la "evidencia científica"
relacionada con el gaseoso mundo de la infección, a base de abusar de la
locución; un virus al que, por no afectarle en modo alguno las condiciones
medioambientales de temperatura, altitud o humedad que influyeron hasta ayer en
todo microbio de estructura semejante, campa por sus respetos sin control
posible hasta el momento, sólo sometido por el antígeno natural del organismo
humano que son las defensas inmunológicas suficientes.
Porque han pasado ya más de diez meses desde la
declaración de la pandemia por la OMS, y se hace fuerte otra evidencia más: el
carácter burlón del virus. Hasta el punto de que en las altas esferas del
cientifismo, se está llegando tácita o soterradamente a la conclusión de que no
hay garantía alguna de acierto en la adopción de las medidas profilácticas
adoptadas. Las medidas intermedias y sus combinaciones no han dado resultados
precisos y seguros en la contención del virus, si se hace una valoración
comparativa entre naciones, excusando el fracaso de las mismas, bien en las
inesperadas variantes del virus y sus cepas, o en la supuesta irresponsabilidad
de la conducta de parte de la población que se resiste a no hacer una vida
normal. La única garantía de no contagio, pues, es el aislamiento individual,
traducido a confinamiento indefinido de toda la población. Garantía que a su
vez también lo es de hacer prácticamente seguro el derrumbamiento del sistema
económico y con él la segura miseria de la población, lo que supone la práctica
disolución de la sociedad.
Ahora llega la suerte de las vacunas. Y otro
universo paralelo se abre a nuestros ojos con toda una gavilla de reparos,
objeciones y temores ante otra dudosa evidencia. Pues si hasta ahora la vacuna
contra la gripe común ha entrañado peligro habida cuenta los efectos adversos
hasta el fallecimiento no infrecuente del vacunado, es una temeridad sólo
justificada por el autoengaño depositar toda la confianza en las vacunas que
van apareciendo en esta auténtica guerra científico-comercial. Pues no puede
haber "evidencia científica" en tan escaso periodo de tiempo (marzo
2020-febrero 2021) contra un virus anómalo y sospechoso de artificiosidad, por
un lado, respecto del que la prudencia dicta, por otro lado, que ha de
esperarse al menos al paso de las cuatro estaciones del año para conocerse su
eficacia. Sea absoluta o relativa.
Hay otro detalle que no puedo pasar por alto.
La resistencia de estas generaciones a admitir la fatalidad creyendo, además,
que no hay nada que no tenga solución; que no hay nada que la ciencia, en este
caso médica, no pueda resolver... El fatum griego y el determinismo de
Spinoza, es decir, que si creemos que tenemos libertad es porque desconocemos
las causas que nos impelen a obrar, son conceptos absolutamente ajenos a ellas.
En resumen, el panorama que se le presenta a
su consideración al individuo aislado, al ser humano individual, no el social
necesitado indefectiblemente de la sociedad, es que no tiene otra opción más
garantista que actuar conforme a los dictados de su instinto: un guía mucho más
seguro que la razón; un raciocinio ya sumamente estragado y desvirtuado por un
firmamento falso de falsas, por pasajeras, "evidencias científicas"...
DdA, XVII/4750
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