sábado, 13 de febrero de 2021

ÁNGELA LA PRINA Y EL REY ALFONSO XIII

  


Félix Población

Aparte de la fotografía que ilustra este artículo, cuya sucinta documentación debo a la aportada por Anina Hood, de Ángela Pidal Martínez, más conocida por Ángela la Prina, hay también constancia en el conocido Retablo del mar del escultor asturiano Sebastián Miranda, obra en la que aparecen no pocos de los personajes del ayer del barrio de Cimavilla, cuna de la ciudad de Gijón, vinculados todos ellos con la actividad pesquera. 

Al parecer, Ángela llegó a posar para la primera versión del retablo, en los años treinta, en la que aparece asomada en el friso superior, apoyando su brazo derecho en la balaustrada. Esta primera obra en escayola policromada contaba con 161 personajes y fue tal el éxito de su acogida en Madrid que contó con la visita del presidente de la segunda República, Niceto Alcalá Zamora. La Diputación de Asturias planteó, mediante suscripción popular, la compra de del retablo, pero con el comienzo de la guerra el artista hubo de abandonar su estudio en la Ciudad Universitaria, que quedó destruido al desarrollarse en esa zona duros combates. A su vuelta, habían desaparecido el edificio y todas sus obras, pero logró localizar en un vertedero de Chamartín un vaciado en escayola del original y algunas maquetas.

Gracias a ello, Miranda se propuso una nueva versión en madera de roble, retomada en 1969 y finalizada tres años después para presentarla en la exposición nacional de arte contemporáneo. El Ayuntamiento de Gijón acordó su compra por cinco millones de pesetas en 1973 y hoy se puede contemplar en el Museo Casa Natal de Jovellanos.  De los 161 personajes de la primera versión, su autor pasó a los 156 de la actual, se dice que por la muerte de alguno de ellos durante la guerra. También se incorporó alguno nuevo, como la nieta de La Prina, Angelina, que aparece en el friso inferior, en el centro de la composición, sosteniendo un cesto en la cabeza, según nos cuenta Anina.



Desconozco el nombre del autor de la fotografía en la que vemos a la abuela Ángela (se dice que anónimo), pero la imagen es motivo suficiente por sí misma para identificarla con la peculiar personalidad de los vecinos de aquel barrio, cuyo reciedumbre de carácter y particular sentido del humor fue una seña de identidad muy afincada al menos hasta que la pesca dejó de ser el escenario fundamental de la vida cotidiana, hace ya algunos decenios, y el llamado Muelle de la Osa (El Muelle para los gijoneses) dejó de oler  redes, a sardinas y rancho marinero, y se convirtió en un pulcro puerto deportivo para el ocio de navegantes y el relajado paseo de transeúntes.

A Ángela la llamaban La Prina porque se casó muy joven con Angelín, de quien solo nos consta el apodo de El Pecín, pero sí se sabe que era descendiente del general Juan Prim, al que asesinaron en la calle del Turco de Madrid, calle que hoy lleva el nombre de Marqués de Cubas, muy cerca del Congreso, de donde había salido el militar liberal ya entrada la noche y después de una airada sesión parlamentaria. Un mes antes, le cupo a Prim la responsabilidad de elegir a Amadeo Saboya como rey de España, algo por lo que se ganó animadversiones a varias bandas. Al día de hoy, no se ha podido aclarar por eso la verdadera identidad de los que tramaron aquel atentado que acabó con la vida del general tres días después de su ejecución, precisamente cuando don Amadeo llegó a España para reconducir al país estrenando dinastía. 

No se especifica el parentesco del marido de Ángela con el citado militar, pero sí se sabe que el matrimonio vivió en la calle Atocha de Cimavilla y que Angelín murió joven, por lo que su mujer hubo de trabajar en la fábrica de tabacos -convertida hoy en centro de cultura aún por estrenar, en el mismo barrio-, añadiendo a esa actividad la propia de algunas de las mujeres que residían en Cimavilla: la venta ambulante de pescado, una ocupación que en Gijón perduró hasta finales del pasado siglo. 


La calle Corrida con motivo de una de las visitas de Alfonso XIII
 

En esa actitud -si bien sedente- vemos a Ángela en la escalinata del Tránsito de las Ballenas, muy próxima a la lonja o rula donde se contrataba el pescado a la llegada a puerto de los barcos. Aunque parezca anterior, por el vestuario de la protagonista, la fotografía data al parecer de 1930 y la Prina, con un pitillo de los de tabaco de picadura en la comisura de los labios -que parece liado para la ocasión-, viste saya de luto hasta los pies descalzos, medio ocultos pero dejando asomar una cierta fortaleza de planta, tal como la que denotan sus manos, grandes y trabajadas, apoyadas en las rodillas y sosteniendo la pieza en venta que se supone ha transportado en la cestilla que hay a su lado. 

La imagen desvaída de otra mujer también de edad aparece en un segundo plano, sentada dos escalones más arriba, con una niña pequeña con babero al cuello que parece observar al fotógrafo. Sabemos de quienes se trata gracias al comentario de Bertha Lastra Martínez al ver la foto en las redes sociales, pues la niña es ella y la mujer su abuela, conocida por La Mandiola, buena amiga de La Prina. Como también lo fue por parentesco la abuela de Elena Rodríguez, a la que nombraban por el curioso apodo de La Barrabasa, que vivió en la misma calle Atocha y perteneció a una familia de pescadores y sardineras. Al tío de Elena, Luis, lo llamaban el Capitán Maravillas, según cuenta ella misma.

Hay suficientes arrugas en las facciones endurecidas de su rostro y canas en su cabello prieto, recogido posiblemente en un moño, como para pensar que Ángela es ya una mujer mayor, nacida posiblemente por lo años ochenta del XIX.  Dos décadas después de la instantánea, en 1951, La Prina falleció como consecuencia de una caída en la vecina cuesta de la Colegiata de San Juan Bautista, que por entonces estaba en obras. 

Se cuenta que Ángela Pidal, cuando venían tiempos adversos -¡y mira que los hubo en este país a lo largo de la vida de esta mujer!- repartía pescado y abría el portal de su casa a las personas más necesitadas que pasaban hambre o requerían protegerse de la intemperie, convirtiendo su modesto domicilio poco menos que en una fonda. Para un mejor apunte del carácter de La Prina y del que también perfilaba la personalidad de los vecinos de su barrio, cuentan sus descendientes una anécdota graciosa, sin que se sepa a qué visita del rey Alfonso XIII se refieren, dado que el monarca estuvo en la ciudad en repetidas ocasiones desde 1900, cuando todavía no había sido coronado y llegó a Gijón con la reina madre, hasta 1918, tanto en visita oficial como privada (1912, 1913) para participar en las regatas náuticas del Real Club Astur.

El caso es que en una de esas estancias en la villa -puede que en las últimas- el rey visitó el barrio alto gijonés  y se encontró con La Prina a la puerta de su casa, en faenas de costura y tratando de enhebrar una aguja. Al advertir su presencia, Alfonso XIII se detuvo un rato a mirarla, atraído acaso por la personalidad de la lugareña, hasta el punto de que Ángela se dirigió al rey con la zumbona naturalidad propia de su persona y vecindario: "Coño, rapaz, ¿qué ye que ves mal que tanto mires?". Alfonso de Borbón, al que posiblemente sorprendió aquella espontaneidad, no dudó en sentarse a su lado y enhebrarle  la aguja, recibiendo como respuesta de gratitud de Ángela estas otras palabras: "Oye! ¿sabes que tu cara paezme conocida?". A lo que el monarca respondió: "Claro mujer, ¿no ve que soy Alfonso, el rey de España?". "Pues mira por donde -contestó la Prina- tú y yo tenemos sangre azul porque yo soy familia del general Prin". 

A Alfonso le debió parecer graciosa la respuesta y le preguntó a la resuelta costurera si necesitaba alguna cosa en especial, a lo que la mujer replicó con la misma espontaneidad, sin inmutarse por la reconocida identidad del personaje: ¡Gracias Alfonsín!, pero con un pitín ya me conformo”. Al parecer, el monarca, fumador empedernido, le regaló una cajetilla y acto seguido besó una de esas manos trabajadas y fuertes que observamos en la fotografía. Se desconoce si este último gesto apareció reflejado al día siguiente en los diarios locales, pero hubiera sido sin duda la foto del día. 

No estaría mal rescatar para Cimavilla, como vecina de bien y tan bien recordada en el barrio, una representación de la figura de Ángela Pidal Martínez en similar actitud a la que muestra en la imagen que ha servido para escribir este artículo. Quizá el mejor lugar para hacerlo fuera el que ocupa en esta fotografía o en sus inmediaciones. Sería un modo de recordar a los jóvenes que hoy frecuentan ese mismo espacio, como cita habitual de solaz y esparcimiento, que aunque ellos pisen hoy esos escalones con zapatillas deportivas de marca, hubo un día en que la lucha por la vida no daba ni para andar calzado y, sin embargo, la casa de Ángela acogía a quienes necesitaban pan y techo. 

              DdA, XVII/4759             

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