jueves, 3 de diciembre de 2020

HA MUERTO ZALACAÍN

Valentín Martín

Ha cerrado el primer restaurante español que tuvo tres estrellas Michelín, la patria se nos desmorona, que alguien haga algo por favor. Acabo de empezar el obituario y ya hay quien  me pregunta qué es eso de las estrellas Michelín. Pues es  un invento francés por el que si el restaurante tiene una estrella, pagas 10 veces más de lo que vale realmente  comer allí. Si tiene dos, pagas 20 veces más de lo que vale. Y si tiene tres, como era el caso, pagas una factura que ni se sabe.

Eso de pagar muchísimo por comer bien, es algo que da mucho lustre. En Zalacaín han comido muchos famosos, desde Premios Nobel a los Rolling. Coño, y yo. Yo he comido en Zalacaín aunque nunca he pagado, siempre me he dejado invitar por el poderoso de turno. Es lo que tiene ser corrupto, que se te va la mano y confundes la educación con otra cosa.

Cuando mi amigo el obispo Iniesta y yo comíamos juntos en una taberna de su territorio vallecano, pagábamos a escote. Entonces yo era íntegro y no estaba maleao, aunque mandar, ya mandaba. De hecho, yo le di trabajo  en mi revista y él le dijo a la Iglesia que renunciaba a su sueldo de obispo, le bastaba con el mío, tan escuálido. Sencillamente, él sí era cristiano. Luego, cuando intentaron matarle por rojo, Tarancón y nuestro paisano José María Martín Patino le salvaron la vida metiéndole en un avión que le llevó a Roma. Desde entonces, Vallecas entera le llora.

A mí  con Zalacaín me pasó como con el coche oficial: iba en el cargo. Cuando le dije al mandamás de todo el tinglado que yo no quería coche oficial, que siempre había utilizado el transporte público, el chófer se me presentó en el despacho con un argumento: es que si usted prescinde del coche oficial yo me quedo sin trabajo.  Y el propio mandamás de la cosa le apoyó. ¿Cómo vas a ir a comer a Zalacaín en autobús, hombre de Dios?  Dos contra uno, ellos tenían la razón y yo el polvo de la dehesa de varios países con tranvías, por tanto no se habló más.

No sé  si a esto se refería Somerset Maugham en su “Servidumbre humana”, me temo que los tiros no van por ahí, aunque queda muy bien el título de un libro donde el protagonista está lleno de ansia y ambición por la vida.

Para comer en Zalacaín tenías que vestirte de muy guapo. Y si no ibas adecuado para tal privilegio, ellos antes de entrar, en el mismo vestíbulo tenían chaquetas y corbatas para ponerte la que combinaba con el templo sagrado de las chuletas. Por lo visto esto también pasaba con algunos clubs de baile donde las parejas iban a sus cosas, como ahora en los programas de la tele. Si él no llevaba corbata, se acababan las posibilidades de Don Carnal para los dos. La carnalidad de fin de semana  se empleaba mucho en aquellos años de emigración del pueblo a la ciudad. Para eso era bueno el fondo del metro lleno de gente. Y los cines de sesión continua que olían a ozonopino también. Y algunos palcos de los cines donde ni él ni ella iban a ver la película.  Esto de los palcos como universo íntimo para amancebarse a tutiplén lo cuenta muy bien Cela en “La Colmena”, o sea que las cosas de la carnalidad vienen de lejos. Pero en estos clubes tan finos, para que Don Carnal hiciese felices a él y a ella exigían que el hombre  llevase corbata. Digo yo que para disimular,  porque a ellas ni les miraban la edad, tan niñas y ya llegaban  directas a su libertad de gozarse a media luz.

En cierto modo, Zalacaín fue la otra España. Más allá del trabajo manual, de las horas extras, de los barrios, de los cinturones de hierro, de las chicas físicas y obreras, existía ese puñado de familias que tenían el poder y mandaban en el gobierno. Clientela de Zalacaín que entre la decrepitud y el cambio de costumbres ha ido desvaneciéndose. O cambiando de sitio, a ver si vamos a ser tan ingenuos que ignoramos los zalacaínes de ahora.

Cuenta José María García, uno de los periodistas más influyentes de este país hasta hace nada, que a Zalacaín le envió Florentino Pérez un individuo para que le dijese: tanto, si miras para otro lado. García pidió la cuenta y se fue. Yo siempre creí y admiré a García, el pasmo de la noche cuando se ponía a largar.

Una de las veces que yo estuve en Zalacaín recuerdo ese mismo pasmo, pero con más perplejidad. El individuo que me llamó era muy millonario. Queda para la historia su foto pegando con un paraguas a un señor de negro, pero él era mucho más. Sentía pasión por encamarse con las actrices. Las mujeres guapas no le bastaban si no eran actrices. Mantuvo largos romances con muchas de ellas a las que montaba funciones, pagando los gastos. Pero tú estás casado, tienes ocho hijos, eres católico - me atreví a objetarle. Sí, pero no hay problema: yo cada domingo me confieso y comulgo, todos los domingos del año, no falto ninguno - contestó el calvo.

Esa también era la España de Zalacaín, la de la moral católica, la que había apagado cualquier atisbo de remordimiento al darse caprichos a costa de la otra España. ¿La familia? Bien, gracias. Su burbuja no contemplaba otra posibilidad que disfrutarla. Porque este Zalacaín que ha muerto nos recuerda que siempre habrá dos Españas: por un lado los veinte clanes, por el otro todos los demás. Y a estas alturas digamos que está mejor muerto que vivo. Nació de un hombre y una mujer que amaban a Pío Baroja, vino a parar a otros que no saben siquiera quien fue el escritor. Pasarán los siglos y nadie podrá evitar pasar de los sueños al trapicheo.

A ver, que yo saber estar en Zalacaín, sí que sabía. Algunos niños de pueblo y posguerra pasamos de hacer nuestras necesidades en los corrales a comer la fruta pelada con cuchillo y tenedor. Y  a la hora de escuchar a Prokofiev saber cuándo habla  Pedro y cuándo habla  El Lobo. Y  dejar paso a una mujer para bajar las escaleras, pero subirlas delante porque si la subes detrás corres el peligro de verle el culo sin querer o queriendo. Que es lo que pasaba en el metro, los había que  remoloneaban para subir  las escaleras detrás de las chicas con minifalda. Alguna se ponía el bolso detrás de los muslos como parapeto contra los mirones.

En Zalacaín se acabó de cerrar la Constitución del 78. Otros ya habían hecho un largo y  sucio trabajo, cambalaches en lugares más baratos. Pero aquí se trataba de cerrar el trato a lo grande: la mitad de los políticos de Franco seguirían estando en activo con la  democracia que nacía. La otra mitad iría a parar a las numerosas empresas nacionales.

Y en Zalacaín también se reunían Juan Carlos I y Sofía cuando aún no eran eméritos y había cuestiones de Estado tan delicadas que la institución corría peligro. Todavía se soportaban a la hora de unirse frente al hijo. Hasta entonces habían logrado que abandonase sus enamoramientos, como ellos mismos habían hecho cuando Franco los casó. Ella se olvidó de Harald entre otras cosas porque Harald le dijo claramente que era fea y no le gustaba, y él tuvo que olvidarse de Tití a quien le gustaban todos.

Pero ante el escote de Eva Sannum nada podían hacer. Y cuando el chico les dijo que renunciaba a sus derechos a la corona por la noruega, les quedó sólo una opción: recurrir a Peces Barba, al único al que el heredero hacía caso. Cuando salieron de Zalacaín aquella noche sabían que el socialista era su última bala para salvar el negocio.

Así que el negocio se salvó en el último minuto de la prórroga. No así Zalacaín que ya está muerto. Con todos sus fantasmas dentro.

Salamanca al día DdA, XVI/4687

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