sábado, 12 de diciembre de 2020

EN LA MUERTE DE TANTAS MADRES, UN POEMA DE ÁNGELA FIGUERA AYMERICH

Como en otras ocasiones, este Lazarillo se une al decir y sentir de Félix Maraña para introducir con su palabras este maravilloso poema de Ángela Figuera Aymerich (1902–1984), "a la memoria de todas las Madres, muertas en la soledad de la soledad, que duplica la muerte", y que la autora escribió a la muerte de la suya. Maraña se lo remite a una serie de personas que han despedido a sus progenitoras recientemente y yo me permito especificar que entre todas las madres "muertas en la soledad de la soledad, que duplica la muerte" están las que perdieron la vida en miles de residencias del país porque el país no fue justo con la memoria de sus vidas. Insto además, con mi estimado tocayo, a leer la obra poética de Ángela Figuera que publicó en Hiperión Jesús Munárriz Peralt, con un prólogo de Roberta Ann Quance:

EN LA MUERTE DE MI MADRE

Ya tengo mi raíz bajo la tierra.
Un poco muerta ya contigo, madre,
hay algo de mi vida que se pudre
contigo, con tus huesos delicados,
con tus azules venas, con tu vientre
que cóncavo sufrió dándome forma.
En la ignorancia, madre, no en pecado
me hiciste tú. Como la vida brota.
Como la carne crece y se divide
en el sagrado centro de la hembra.
Pequeña y débil fuiste. Te pesaba
un hijo tras de otro en el regazo
con un humilde asombro de mirarte
continuamente llena y frutecida.
Y yo salí de ti con otra fuerza.
Con una ardiente audacia de preguntas
que tú jamás te habías formulado
cuando la vida se te daba en júbilo
o te acosaba en duro sufrimiento.
Que no estaban siquiera en la terrible
angustia suplicante de tus ojos
que sólo me pedían una tregua,
un imposible alivio
a ese dolor, a ese infinito miedo
de bestezuela en cepo sin huida
con que la muerte, madre, te llegaba.
Yo te veía ir. Sin retenerte.
Sin ayudarte. Nadie puede hacerlo
en esa hora. Todos vamos solos
a nuestra propia destrucción. No pude,
no pude acompañarte, madre mía.
Poner seguridad en tu camino
ni sonreírte desde el otro lado
de la pesada puerta silenciosa
que un día se nos abre bruscamente
siempre hacia afuera, nunca hacia el retorno.
Y tuve que soltar, fría, indefensa,
tu mano que a la mía se acogía
mendiga de un calor y una esperanza
que habían desertado de tu sangre.
Yo sé que confiabas, suponiendo
en mí una vaga omnipotencia, un algo
capaz de sostenerte. Y yo tan sólo
sentía una blandísima ternura,
una tremenda compasión inútil
por tu absoluto, enorme desamparo.
Y nada pude hacer. Ni tan siquiera
quedarme junto a ti. Te me pusiste
horriblemente lejos. Separada.
Ajena. Casi hostil en tu misterio.
Indescifrable en tu quietud. Ahora
eso de mí que estaba en tus entrañas,
que fue principio mío y persistía en
tu secreta intimidad, se pudre
contigo —mi raíz— o acaso vive
como un tallo profundo, recatado,
en tierra que tú abonas aguardándome.
ÁNGELA FIGUERA AYMERICH
(Bilbao, 1902-Madrid, 1984)
(Poema del libro Víspera de la vida, 1953)

DdA, XVI/4697

No hay comentarios:

Publicar un comentario