Faltos quizá de asuntos que
analizar, como no fueran los que han constituido el gravísimo tema central del
año -la crisis sanitaria con motivo de la pandemia-, los medios de información
plantearon días atrás el discurso navideño del rey como materia de conjetura.
Se hicieron cábalas acerca de
si Felipe VI iba o no iba a referirse a la ausencia del rey padre -a quien debe
la corona-, huido a un reino del oriente de carácter dictatorial por las presuntas corrupciones que pesan sobre su persona, después de haber añadido a
las anteriores las derivadas de las tarjetas opacas entre su familia.
Contaron mucho menos en debates
y tertulias, como posibilidad de alusión, la mensajería y cartas dirigidas recientemente al capitán
general y mando supremo de las Fuerzas Armadas por militares retirados y
también en activo con afanes golpistas. Es muy significativo que después de
haber propalado atrocidades como la de fusilamientos masivos, los analistas ni
siquiera hayan considerado la probabilidad de que Felipe VI las reprobase.
Lo cierto es que el rey estuvo
tal como muchos pensábamos: plano, retórico, vacuo y también cargado de cinismo
cuando apeló a la vigente Constitución que mantiene la inviolabilidad del Jefe
del Estado y propicia con ello que esos principios éticos y morales defendidos
por Felipe VI y también por su predecesor -“la justicia es igual para todos”- puedan
contravenirse con las corrupciones que acosan a éste y costaron la cárcel al ex
duque de Palma.
Si hubiera que valorar el
inconsistente, gris y huero discurso del rey, carente de la más mínima y verosímil
empatía de humanidad con la ciudadanía en uno de los años más trágicos de nuestra
historia reciente -ni siquiera hubo una mención para los más de 26.000 ancianos
fallecidos en las residencias-, quizá no le fuera mal el calificativo de
antimonárquico.
Desconozco la identidad de los
autores de esta última alocución navideña, pero tengo la sensación de que tratando
de preservar así a la Corona, y dada la defensa que de la Corona se está
haciendo desde los escaños más reaccionarios del Congreso -cuando tan
manifiesto es su declive en los últimos años-, se trabajara en contra de la
propia dignidad y estabilidad de la institución, hasta el punto de favorecer su
abatimiento. No sería la primera vez.
Podríamos
decir, sin miedo a equivocarnos ni pedir perdón como un emérito cualquiera, que
el de Felipe VI fue un discurso pandémico, según ha escrito Pablo Álvarez: Distancia
social con el pueblo, lavado de manos con los presuntos delitos de su estirpe,
alcohol para embriagar a sus defensores y mascarilla y guante blanco para
seguir parasitando.
*Artículo publicado también en La última hora
DdA, XVI/4712
No hay comentarios:
Publicar un comentario