miércoles, 18 de noviembre de 2020

ISABEL PRIETO: VIOLINISTA Y ONCÓLOGA

Valentín Martín

Qué sarcasmo. Ella hizo de la prevención la mejor manera de ejercer la medicina. Cuidó y curó, claro, pero su clara bandera contra la noche de los cuerpos que día a día pasaban por sus manos era la prevención. Incluso llevó hasta la realidad su fe y fundó Oncoprevención. Qué sarcasmo.

-Me da mucha tranquilidad que tengas la pared llena de diplomas, pero sobre todo que seas especialista también en cuidados paliativos. -Anda, anda, anda.

Ahora dicen los sanitarios que se están dejando la piel con la pandemia. Ella se la dejaba a diario aunque nunca lo dijo. No he visto una muchacha más multiplicada en su profesión y con tantas pasiones a las que nunca dijo no. Oncóloga y profesora, violinista profesional, amaba el tango, se le quedaba pequeño el tiempo.
-Desnúdate de cintura para arriba y siéntate aquí- me dijo un día.
Lo hice, ella se puso detrás, cerró la mano que arrancaba arpegios al violín, la convirtió en un puño primo de un martillo y fue golpeando cada hueso, cada huesecillo, cada rincón de mi espalda.
-¿Qué quieres encontrar en mis huesos?
-Nada. No creo que haya nada, pero hay que mirar todo. Y no busco en tus huesos sino en tu sangre.
En mi sangre no había sino un río de lava dulce, tan benigna como el fragor de la vida.
Otra mañana andaba amusgada.
-Mi hijo quiere ser músico.
-Como la madre.
-Pero es que quiere tocar la batería.
-Uno de mis hijos, que anda por tu edad o así, también tocó la batería en un grupo. Luego lo dejó. Además, tendrías que saber que en los conciertos las chicas van a ver al vocalista y los músicos, al batería. Ser batería es muy importante.
Una vez nos despedimos hasta dentro de unos días, cuando estuviesen mis pruebas. Cuando volví, la secretaria me comunicó que no podía verme, que lo haría su compañero, porque ella estaba de baja. Su compañero lo era desde que empezaron la carrera. Cuando me dijo que todo estaba bien, que volviese al cabo del tiempo, le contesté si le pedía hora a ella (suponía que se le habría pasado el catarro), pero él fue como un cuchillo inevitable:
-Es que lo que ella tiene no es un catarro.
Y en ese momento, no sé por qué, me acordé de Moliere. Y ni siquiera estoy seguro de que fuese Moliere quien hace decir a uno de sus personajes:
-No hay nada más triste que un médico enfermo.
Para mi sorpresa, un día volvió. Hablamos mucho.
Y tiempo después me mandó un mensaje.
-A tu pueblo, Santa Inés, no podré ir, doscientos kilómetros son muchos para mí. Disfrutad mucho de la música y la poesía. Es una aventura muy hermosa.
No fue a mi pueblo, pero dijo sí a La Fídula.
-Pero si lo tuyo son las grandes orquestas sinfónicas.
-Anda, y cuartetos, y tercetos, y solos.
Le gustaba mucho La Fídula.
-Por dentro y por fuera- precisó ella.
Quedamos en La Fídula, antes de que La Fídula muriese.
Y pasó una primavera, y pasó un verano, y llegó este septiembre asustadizo y cargado de balas.
A últimos de septiembre, cuando hibernan los sueños del mar, se fue. Y ahora yo tengo el corazón lleno de bocacalles que no sé adónde van, si me llevan a algún sitio o a ninguno. Costará entrar en su consulta y que no esté ella.
Ahora mismo su recuerdo es un guijarro. Y cuesta volver al agua tranquila de la vida diaria. Sé que no está en ninguna parte, ni siquiera en un rincón de La Fídula porque La Fídula es un desierto en medio de la ciudad.
Pero por si acaso le llega este libro vacío de palabras, adiós, Isabel, te quiero mucho y no es porque me hayas salvado la vida, es porque yo no pude hacer nada por la tuya.

DdA, XVI/4672

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