martes, 22 de septiembre de 2020

NOVENTA Y NUEVE ESTRELLAS DE MAR Y UNA CODA



María Ángeles Pérez López

A Valentín Martín

Si las rocas respiran, ¿no habrás de hacerlo tú? Brama el mar en su nombre y en el tuyo. Entra y rompe, imprudente, las costuras, el cuidadoso atado de los cuerpos. Se lleva por delante las costillas, ese armazón de barco y de velamen que reclama el oxígeno y el tórax.
Te habías levantado entre la asfixia. La luz era pastosa, una tela tupida tapando tu cabeza, un revoltijo de hilo en la laringe. Después has caminado hasta el abismo, hasta el abrupto corte de la costa y llamarás al mar casi sin voz. Si no viene, terminarás gritando. Como en los sueños, no hay tiempos verbales: todo ocurre mañana y es ayer. Pero sigues llamando al mar incluso en la afonía, en el volcado y brecha, entre las redes. No alcanzaste a anotar en tu cuaderno las frases desarboladas por el naufragio: “No puedo respirar”, o bien, la asfixia es una experiencia mancomunada, o bien, entre el ritual de espanto se escapa la última brizna de aire con la que puedo decir toda persona importa, por favor, por favor, solo levántate, por favor, mamá, mamá, por favor, o bien, soy el viento y cada una de las personas que importaron que importan toda persona importa porque el regalo del sol es una experiencia mancomunada.
Brama el mar en su nombre y en el tuyo. Después lo borra todo sin temblar. Se apoyará en tu frente, volverá a bautizarte, regalará monedas de agua a los más niños. Festejará el bullicio de borrarte y rehacerte cada vez, como ola que muere y se levanta. Como esos niños, o gaviotas ruidosas y carnívoras, o pequeños erizos de mar que se reconocen en las delicadas tareas de la aguja o de la orfebrería, y también llegan golpeándose, mueren, se levantan.
En tu piel abre el mar sus pasadizos, la llamada impaciente de los pájaros. Entra por el boscaje de los bronquios, los bramaderos rotos del batiente. En el norte de ti, te rompe y entra. Te llena con disturbio y con amor.
Han de besarte algas, bivalvos y pequeños animales transparentes. Te abrazarán con sílabas de espuma, el torbellino brusco que se enreda en las piernas y las hace caer hasta el amor. ¿Cómo has de llamarte ahora que no te perteneces? ¿Ahora que murmuras el macilento idioma de la hipoxia y el agua ha de romper cualquier sintaxis? Porque en la privación ya no te perteneces, eres de ella, de sus formularios sumergidos y las largas agendas del ahogo.
Si las rocas respiran, ¿no habrás de hacerlo tú? Como un ciervo, el mar brama tu nombre. Braceas levantándote en su boca, en el lenguaje inquieto del amor. Siempre es la vida en su mandato de agua, su mandato de hierba y de pelambre, su encarnizado modo de decirse en el lenguaje inquieto del amor.
Es el mar padre y madre. Es tus hermanos. Se alza en ti, es esperma del inicio, es el padre que se abotona el sol, es tu madre expulsando la placenta sobre la orilla hermosa, salpicada, cuando devuelve un cuerpo y no es el tuyo. Caminas entre volúmenes humanos, las fundas plásticas que alojan sombras ya desvanecidas, refugiados durmiendo sobre la cicatriz del cielo. ¿Encontrarás tu cuerpo entre tantos ahogados? ¿Por qué no te correspondió llamarte Siria, o Irak, o tal vez Yemen? Nada sabes de ti ni de los otros, el oleaje dicta una jerga imposible, es el centro y la herida incandescentes.
Arden el mar y los campos de Moria. Arden los alfabetos de la infamia, las oraciones rotas de los dignos. En la noche en la que arde el sol de Europa, noventa y nueve estrellas de mar duermen sobre la playa en una funda. No sabes si lo que ilumina el cielo es tu propio alarido o la escarnecida respiración del agua que habría querido acunar esos cuerpos. Noventa y nueve estrellas en un cielo mudo. Cuando cierras los ojos y te entregas, cuando la arena anida en la laringe, cuentas noventa y nueve estrellas en un cielo mudo. No hay red ni artesonado ni cadencia, solo el agua que besa cada nombre.
Si ellos no respiran, ¿habrás de hacerlo tú?
NOTAS
1. Mare no Nostrum. Mare no Mater. ¿Cómo es posible que una sola palabra cancele pasado y futuro a la vez? ¿No son siempre las piernas de la madre las dos columnas de Hércules, ese final del mundo conocido?
2. Pescar hombres tampoco podía referirse a esto. Al entrar en las aguas más profundas, se rompen las redes por la carga excesiva. El lenguaje es también una red inflexible. Romperla, morderla, para que deje oír la oración de los dignos.
3. Escribir cuaderna no es escribir cuaderno, ni siquiera si la cuaderna forma las costillas del casco, esas piezas curvas que suben desde la quilla como ramas y allí apuntan el día que no llega. ¿Será el cuerpo un barco lanzado a la deriva? Al mirarlo, cielo y mar lo manchan con su sombra, una pizarra oscurísima que habrá que iluminar violentamente.
4. La estrella de mar se llama asteroidea porque no pudiste imaginarla sumergida. Tiene que ser una forma del cielo. Pero a pesar del abrazo de la similitud, la vida no se parece a nada. Es siempre inagotable. No se deja apresar en ningún apelativo. Puedes hablar de un cuerpo plano formado por un disco pentagonal pero te limitas a describir, ser superficie. Hay que bajar a lo hondo incluso sin aliento.
5. Al descender, buscas esa corriente aforística bajo la marea de la que ha hablado Charles Wright. Cuando levantas los pies del mar, tropiezas con una línea de arena formada por una sola palabra repetida noventa y nueve veces, que ha dejado un largo rastro de sangre tras de sí.
6. Seguir ese rastro. Sumergirse. Anotar cada nombre. No ser red.
7. ¿Y la coda? En esta bajura no importa la respuesta. Insistes, solo insistes: no ser red.

DdA, XVI/4617

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