Entierro del infante Alfonso
Fracisco José Faraldo
Playa de S. João de Estoril, 1992. Estoy tumbado a la
sombra del muro que rodea el arenal. He comido en una “churrasqueira” muy
popular que, como otros establecimientos hosteleros de la zona, pertenece a un
gallego que hizo fortuna vendiendo pollos asados en Cascais. Los gallegos que
se establecieron en Portugal a principios de siglo llegaron al país con una
mano delante, otra detrás y una voluntad inmensa de olvidarse del azadón y del
arado romano. Se convirtieron en aguadores y repartían su mercancía de puerta
en puerta. Los lisboetas que podían permitírselo les pagaban por ello y así
evitaban tener que acudir con el cántaro a las fuentes urbanas, que eran los
únicos puntos de abastecimiento. Medio siglo después, los gallegos ya eran
dueños de una parte importante de la hostelería de la capital y de la casi
totalidad de las marisquerías más renombradas. A pesar de su origen humilde se
hicieron de derechas y seguidores de Salazar. Cuando Franco murió y hubo
elecciones en España votaban en masa a Alianza Popular y se congregaban en el
centro gallego de Lisboa para celebrar con pulpo, empanada y vinos de la tierra
las victorias de don Manuel Fraga. Hoy votan al PP o a Vox pero, dicho sea en
su descargo, siguen vendiendo el mejor marisco de Lisboa y, a pesar de que el
año pasado se descubrió que parte de las almejas de Carril procedían en
realidad del marisqueo clandestino en el estuario del Tajo, no parece que eso
haya mermado el prestigio de sus establecimientos. El lugar donde he almorzado
lo conocí por un compañero que me contó que allí, aparte de servir comidas, se
trafica con divisas bajo manga y el cambio de pesetas a escudos resulta mucho
más ventajoso que en los bancos, de modo que somos muchos los españoles que
realizamos en aquel lugar nuestras transacciones.
En ese día de 1992
soy profesor del Instituto Español de Lisboa, hoy Instituto Giner de los Ríos,
y estoy recabando información para un libro que se llamará “El vecino
invisible”. Había llegado a Portugal en 1989, cuando obtuve plaza de docente en
el exterior, y no imagino ni de lejos que mi estancia se prolongará durante 20
años. Estoy citado en un café de Estoril cercano al casino con una pareja de
amigos portugueses, así que dejo la recoleta playa de san João y doy un paseo
hasta el café al lado del casino, donde
nos hemos citado. Les digo que por la mañana he ido a Villa Giralda, la
residencia de Juan de Borbón y su familia a partir de 1946, porque quería
conocer el escenario donde se reunía durante el franquismo el consejo privado
que conspiraba para favorecer las pretensiones de don Juan a la corona.
-¿Sabes que el que fue bañero de la familia es un pescador de aquí cerca? Se llama Afonso, el señor Afonso - dice mi amigo-. Tiene un bar en san Jõao, o al menos lo tenía hace unos años”
La figura del bañero es frecuente en muchas novelas del siglo XIX. Cuando las playas se pusieron de moda cuidaban de la prole de las familias acaudaladas durante los baños de mar, y se me ocurre que conocerle sería un buen complemento de mi aproximación a la familia real después de mi visita a Villa Giralda
-¿Crees que podría hablar con él?
- Yo no lo conozco, pero te puedo indicar donde está el
bar. Te hago un croquis.
Cascais y Estoril
son mucho más que su Casino, su zona marítima surcada de yates y veleros y su
litoral en el que se suceden lujosas residencias y condominios propiedad de
algunos de los ricos más ricos de Portugal. Si te apartas de la Marginal
encuentras una realidad muy diferente porque la Câmara (Ayuntamiento) de
Cascais, a pesar de los pingües ingresos que recauda procedentes del incesante
flujo turístico, no ha sido capaz de
acabar con la marginación presente en los llamados barrios sociales del concejo
(Adroana, Cruz Vermelha, Fim do Mundo por ejemplo) construidos en 2011 para
alojar a los chabolistas que en 1992 aún se contaban por miles. Esta parte
menesterosa de Estoril comienza a unos pocos centenares de metros del mar y es
ahí, en una calle formada por humildes casas de planta baja donde, siguiendo el
croquis del amigo, identifico la tasca del señor Afonso. El único signo que
diferencia la entrada del bar del resto de las viviendas es una gran chapa de Coca-Cola
colocada sobre la puerta y ya en el interior me encuentro un local algo
desastrado y más amplio de lo que podría imaginarse desde fuera. Una barra
larga de mármol rosa ocupa todo el lateral izquierdo y hay cuatro o cinco mesas
se repartidas por el resto del espacio. Pegado a la pared opuesta a la barra,
un gran sofá tapizado de skay verde muy gastado. Dos parroquianos juegan a las
cartas en una de las mesas y otro dormita en el sofá con la cabeza echada hacia
atrás. La mujer que está detrás de la barra me da las buenas tardes y me mira
con curiosidad. No deben entrar a menudo clientes de fuera del barrio. Pido una
cerveza y responde con la pregunta ritual:
- ¿Sagres o Superbock?,
(Siempre olvido
que un portugués no pide una cerveza sin indicar la marca).
- Sagres, por favor.
Doy el primer trago y la mujer, solícita y con ganas de
charla, me pregunta si está bien fría, fresca como dicen ellos.
- Está perfecta, gracias.- Y cuando me dispongo a
preguntar por la persona que busco, oigo a mis espaldas a alguien que después
de un carraspeo, dice:
- ¿El señor es español?
El maldito sotaque me traiciona siempre, y una vez más mi deseo de pasar por indígena se ha visto frustrado. Quien habla es el hombre del sofá. El, en cambio, tiene un acento muy aceptable a pesar de esa extraña afición portuguesa a dirigirse a uno en tercera persona. Al girarme observo que sigue sentado, pero su cabeza ha vuelto a la posición normal.
- Sí. Veo que usted habla bien mi idioma.
- Lo aprendí con
ustedes. Estaba haciendo una siesta. Los españoles están casi todos en la
playa. Por aquí vienen pocos.
- Estoy buscando al señor Afonso.
Se levanta del
sofá y se aproxima con la mano extendida.
- É o próprio -dice volviendo a la tercera
persona, pero enseguida se corrige-- Lo tiene usted delante.
- Diga en qué puedo ayudarle, si hace el favor. Estaremos
mejor en aquella mesa.
Y coge el vaso y camina cojeando hasta la mesa más
próxima. Con mi cerveza en la mano le sigo y nos sentamos uno frente al otro.
- Señor Afonso permítame que me presente. Me llamo
Francisco y doy clase en el Instituto Español, al lado del Aquário Vasco de
Gama, en Dafundo. No sé si lo conoce.
- Claro que lo conozco. Los hijos de los españoles de
Estoril y Cascais estudian allí y también los de algunos portugueses. El
autobús que los lleva a clase pasa por la Marginal todas las mañanas. Me lo
cruzo algunos días cuando bajo a intentar apañar algún sargo.
- Estoy escribiendo un libro sobre Portugal y hoy fui
hasta Villa Giralda. Se que usted bue bañero de la familia real durante muchos
años.
Antes de hablar el
señor Afonso se bebe se un trago el branquinho y hace una seña a la
mujer que se acerca con la botella y rellena el vaso.
- Hace tiempo que no venía nadie por aquí para hablar del
asunto. Los últimos fueron unos franceses, pero ya hace años. A aquellos solo
les interesaba lo de don Alfonso. Preguntan y después escriben lo que les
parece.
- Bueno, podemos hablar de lo que usted quiera.
Es evidente que el señor Afonso me toma por un periodista
y que le gusta la idea de recuperar la notoriedad perdida.Tal vez por eso me
pregunta:
- ¿Quiere hacerme una foto?
Salgo del paso
como puedo.
- Puedo volver otro día. Hoy no he traído cámara.
Se ve que el pescador me asocia con la última visita de
los franceses monotemáticos, porque inmediatamente entra en materia.
- ¿Cómo no voy a saber yo lo que pasó, si mi sobrina
estaba allí? Oyó el tiro desde la cocina y vio al rey que subía las escaleras
como un loco. Detrás iba doña Maria das Mercês dando gritos.
- ¿El rey?
- Sí. Don Juan. Un hijo estaba muerto en el suelo y el
otro con la pistola en la mano.Don Juan le gritaba que lo había matado a
propósito. Los hermanos se llevaban muy mal. Cuando bajábamos a la playa era
una lucha continua. Una vez Juanito intentó ahogarlo. Lo sumergió en el agua,
le puso un pie encima y no lo dejaba salir a la superficie. Si no estoy allí,
acaba con él. Era así todos los veranos.Se lo conté al rey, a don Juan, y le
echò una bronca fenomenal.
- ¿Por qué no se llevaban bien?
- Juanito era muy perezoso y Alfonso todo lo contario.
Cuando eran pequeños venían los salesianos a darles clase a casa. Muchas veces,
cuando llegaba la familia para los baños, faltaba Juanito. Yo preguntaba por él
y Alfonso me decía que estaba castigado porque no hacía los deberes. A Alfonso
su padre le llamaba Senequita.
Había oído que los niños de la familia real no acudieron nunca al único centro español en Lisboa, el Instituto Español, porque además de ser un centro público había sido creado por la República. Aquello cuadraba.
- ¿Lo de la muerte se lo contó su sobrina? ¿Ella vive
aquí?
- Murió hace tres años. Pero todo el mundo sabe cómo
ocurrió aquello. Juanito ya era militar, estaba en la Academia de Zaragoza y el
pequeño estudiaba en España, en San Sebastián o en Madrid. Estaban los dos de
vacaciones. La pistola dicen que se la había regalado Franco a Juanito cuando
ingresó en la Academia y que D. Juan la guardaba en un cajón. Convenció a su
madre pidiéndole que se la dejara para enseñársela a su hermano, subieron al
piso de arriba y allí ocurrió todo. Mi sobrina decía que antes del tiro los oyó
discutir a gritos, pero no se extrañó porque siempre estaban riñendo. Un joven
acostumbrado a manejar armas y un niño que discuten. El que muere es el niño.
¿Usted qué piensa?
- Sé que hay muchas versiones de lo que pasó.
El señor Afonso se
pone tenso, creo que va a levantar y dar por finalizada la discusión, pero me
mira, no dice nada y apura el vaso.
- ¿Qué les pasa a ustedes en España? Una vez vinieron
unos periodistas de su país, anduvieron por estoril y Cascais más de una semana
investigando las andanzas de la familia, escribieron que don Juan bebía como
una esponja, que no pagaba las facturas porque estaba siempre a dos velas y aún
debía la boda de doña Pilar en el hotel Palácio. Pero de la muerte de Alfonso,
tal como yo se lo conté, ni palabra. ¿No se puede hablar de esto en España? ¿No
saben que la familia se negó a que hubiera autopsia? Lo que le acabo de decir
no es ninguna versión, es lo que todo el mundo sabe por aquí, pregunte a
cualquiera. Ahora Juanito es rey, pero eso no cambia lo que pasó.
En 1995 volví a España dando por finalizada mi estancia en Portugal, sin embargo regresé en 2002 para quedarme hasta 2018 y fui a Estoril a visitar al bañero. El bar estaba cerrado y un vecino me dijo que el señor Afonso había muerto.
El Salto DdA, XVI/4618
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