domingo, 4 de octubre de 2020

AQUELLA LOCOMOTORA SE LLAMABA "VOLUNTAD"


Félix Población

Uno de los escenarios más frecuentados de mi niñez, al que me apunté desde los nueve o diez años acompañando a mi padre en sus horas más preciadas de ocio como pescador de caña, fue el puerto exterior de El Musel, del que me acaba de llegar esta fotografía, fechada en los años setenta y posterior por lo tanto al tiempo en el que mi progenitor y yo cruzábamos ese paisaje de vías, carbón y barcos. 

Esto sucedió cuando desapareció el servicio de tranvías en Gijón, en los primeros años sesenta, y el nuevo transporte en autobús obligó a mi padre a agenciarse en el puerto un pequeño almacén en el que dejar las largas cañas que se utilizaban para la pesca del calamar, imposibles de transportar en los nuevos vehículos, algo que sí se podía hacer en los tranvías si se viajaba en la parte delantera o trasera del vagón y se llevaban las cañas apoyadas en el estribo por donde se ascendía y bajaba, de modo que asomaran al exterior. 

El almacén que mi padre utilizó para sus preciadas herramientas de pesca fue uno que una empresa de toldos tenía detrás del edificio que sirve de fondo a la imagen y que se conocía por el Stella Maris, sede del Apostolado del Mar. Hasta ese almacén, que el aliento de la vecina montaña y la húmeda oscuridad de la calle hacían especialmente frío y desapacible las noches de invierno, acudíamos casi siempre muy apresurados, después de aprovechar al máximo el tiempo de pesca en una de las escaleras del interior del puerto, hasta la que se acercaban los cefalópodos atraídos por la luz de las farolas del lugar. Ese tiempo estaba marcado por la hora del último autobús.

Solíamos regresar con bastante frecuencia con una buena pesca,  muy satisfechos y también algo cansados de jornadas que a veces llegaban a las ocho o nueve horas y nos procuraban cierta variedad en el tipo de pescado capturado, utilizando cañas y aparejos distintos  en diversas zonas del puerto. Por eso también lo hacíamos con un cierto estado de euforia, satisfechos de la sabrosa y abundante provisión que aderezaría mi madre con sabia mano en la cocina y de la que se beneficiaba también nuestra vecina Lucrecia, en muy precaria situación económica porque su marido Ramón se había negado a trabajar para Franco, Fumicio en su acepción despectiva.

Libres ya de las cañas y del vestuario de faena con el que cada cual se ataviaba para protegerse de la suciedad del ambiente carbonoso, acelerábamos aún más nuestros pasos al advertir que las mortecina luces amarillas del último autobús se aproximaban a la parada, situada a la visible distancia de un kilómetro, o al notar incluso que ya estaba detenido a la espera de retornar a la ciudad, casi siempre vacío de pasajeros, con algún que otro empleado del puerto o con pescadores como nosotros que demoraban hasta esa hora su regreso.

Recuerdo de una de las veces en que todavía regresábamos en tranvía que a la salida del recinto portuario había una garita de control aduanero y que el tranvía se detenía casi siempre para que un agente revisara por encima si entre los pertrechos de los viajeros se ocultaba alguna mercancía de contrabando. En cierta ocasión me sorprendió ver a una mujer casi anciana, vestida toda de negro, que ocultaba bajo su larga e inusual falda debajo del asiento un pequeño caldero con carbón del que había recogido entre las vías. El guardia la instó a levantarse para requisar la mercancía y a mi padre se le torció el gesto de la cara en una franca expresión adversativa.

Más de una vez, durante el corto trecho entre las vías que debíamos cruzar hasta la parada del bus, mi padre llamaba mi atención para que no me entretuviera viendo el fogoso y humeante respirar de la máquina que más me subyugaba de cuantas faenaban en el puerto, sin reparar que él tenía buena parte de culpa en esa atención pues la había revestido de unos atributos especiales. A la belleza de su imagen unió los valores de su potencia y humeante fogosidad, capaz de trasladar buen número de vagones de carbón hasta los muelles en donde las grúas los levantaban en vilo y los volcaban para que el retumbe de su contenido tronara en las bodegas de los barcos. 

Aquella pequeña locomotora, con la mitad de ruedas que las grandes locomotoras de los trenes expresos nocturnos que alguna vez me habían llevado a Madrid, tenía en sus pequeñas proporciones y su maciza prestancia un encanto que mi padre llenó de contenido con un comentario tal que así: "Ahí la tienes, chiquita pero poderosa como la voluntad, que sin hincharse de vanidad puede con todo, y cuando digo con todo es con todo".

Sus palabras debieron tener su influencia para que yo viera en aquella máquina, cada vez que la observaba, algo más que su mera estampa física, sin que supiera razonar posiblemente hasta qué punto era tan principal el concepto de voluntad que mi progenitor quiso asociar con mi admiración y que para mi no era más que una palabra asociada a la cabecera de uno de los periódicos locales. 

Fue así como una de esas noches de camino al último autobús me entretuve un poco más de lo normal en la contemplación de la locomotora, mientras mi padre seguía adelante sin reparar en mi retraso. Para alcanzarle, corrí descuidadamente entre las vías, de modo que encajé uno de mis pies en un raíl al cruzar un paso a nivel. Cuando mi progenitor giró la cabeza, apercibido por mi llamada, advertí en sus brazos una gesticulación alarmada que yo certifiqué al punto al observar que mi idolatrada locomotora había elegido entre el haz de vías la que me tenía precisamente apresado.

Había distancia suficiente para que mi padre tratara de liberarme, pero no tanta como la que tendría la lenta marcha del vehículo cuando transportaba vagones cargados de carbón. En esa ocasión la máquina avanzaba con mucha más ligereza porque los vagones iban vacíos y como un zapato entonces tenía mucho más valor que el de nuestro tiempo para una modesta economía familiar, mi padre trató de sacarme el pie calzado, hasta que el pitido de la locomotora le advirtió de que más valía dejar el zapato a merced del atropello, mientras la campanilla del paso a nivel con su luz roja intermitente sonaba al par que el apresurado latido de mi pecho. 

Lo que más lamenté siempre de esta historia es no haberle explicado nunca a mi padre, con el paso del tiempo, la razón profunda de mi admiración por aquella pequeña y potente locomotora a la que llamé como al periódico local. La ocasión se ha prestado mucho después de su adiós, al haber dado con la imagen de Voluntad para recordar esta historia.

   DdA, XVI/4628   

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