Eric Nepomuceno
De no haber cometido la
imprudente indelicadeza de embarcar en su único viaje sin regreso el lunes 13
de abril de 2015, Eduardo Galeano habría cumplido 80 años el pasado
jueves, 3 de septiembre.
Son cinco años de un vacío
indescriptible. No recuerdo si ya dije aquí, y si lo hice me repito: a lo largo
de meses después de su partida, perdí la cuenta de las muchísimas veces en que
me flagré llamando a Eduardo para comentar algo bueno, preguntar de algo que me
parecía raro, quejarme de algo inquietante. Y luego me daba cuenta de que ya
no, que nunca más. Y colgaba, en un ritual supremo de dolor y soledad.
Ese vacío se extiende a Martha,
mi compañera desde hace casi medio siglo, y a nuestro hijo cineasta, Felipe,
que hizo un documental hermoso llamado “Eduardo Galeano Vagamundo”.
Pura nostalgia, pura
melancolía, puro espanto. Y puras preguntas al hermano que la vida me dio, y
que ya no está.
Por ejemplo: Eduardo Galeano ha
sido uno de los pioneros, entre los intelectuales latinoamericanos
progresistas, a preocuparse – y a batallar – por la causa del medioambiente.
¿Cómo vería lo que pasa en mi
país, el Brasil que era una especie de segunda patria para él, con las
devastaciones en la Amazonia? ¿Cómo vería a ese troglodita genocida que nos
preside y que asiste inmutable, y reniega, la devastación de la naturaleza que
solo en 2020 aumentó por lo menos 35 por ciento? ¿Cómo vería un gobierno que la
estimula de manera directa e indirecta sin pausa ni cuidado?
En sus últimos tiempos entre
nosotros Eduardo anduvo rechazando (o casi) el libro que lo hizo conocido en
los cuatro rincones del mundo, Las venas abiertas de América Latina. Decía
que era un libro superado, o algo parecido. Que ya no lo hubiera escrito de la
manera que escribió.
¿Qué diría de lo que viven
nuestras comarcas hoy día, bajo la sombra nefasta de Donald Trump y su versión
tropical y desequilibrada, Jair Bolsonaro? ¿Alguna vez pudo prever que su
libro volvería a estar absolutamente actual? ¿Podría haber anticipado en algún
momento que mi país padecería los males ya no de un gobierno militar, pero
militarizado con lo que hay de peor en el mundo de los uniformados?
¿Qué diría de la derechización
devastadora de Bolivia, Chile, Ecuador? ¿Cómo nos alentaría a mantenernos
parados, luchando por el cambio que nos devolviese las esperanzas heridas?
Desde nuestros primeros
encuentros, allá por marzo o abril de 1973 en Buenos Aires, siempre me
impresionó la firme determinación de Eduardo. Era un obstinado impetuoso, con
una fe olímpica en el cambio que alguna vez nos llevaría a una vida de menos
desigualdades, menos abismos sociales, menos privilegios para los privilegiados
de siempre y más justicia para los abandonados de siempre.
Mirando el escenario actual que
ahoga a nuestra gente, ¿cómo reaccionaría? ¿De dónde sacaría aliento para
seguir en la lucha?
¿Qué andaría escribiendo para
revelarnos la grandeza de las pequeñas, ínfimas cosas de la vida?
El mundo padece una pandemia
inexplicable, tremenda. En algunos de nuestros países – Perú, México, Chile,
Ecuador y otra vez de manera dramática Brasil – el cuadro de la devastación de
vidas es tenebroso.
¿Cómo haría Eduardo para
mantenerse erecto? ¿De dónde sacaría fuerzas para seguir contra el viento de un
terror desconocido?
¿Cómo se mantendría en su
eterna inquietud a los ochenta años de una vida vivida a cada minuto hasta la
última gota? El paso de los años serenó, en parte, esa inquietud. Pero no
rompió la fibra tensa de su alma luchadora por un mundo más justo.
¿Y cómo sería su lucha en estos
tiempos tenebrosos? ¿Cuáles serían sus pasos entre las tinieblas que nos
ahogan?
Escribo en una casa que él no
conoció, en las montañas vecinas a Río, donde estamos confinados desde el 17 de
marzo, un martes cada vez más lejano, perdido en la polvareda del tiempo.
Luego de larguísimos días de un
otoño y un invierno especialmente rigurosos, hay un sol esplendoroso afuera, un
sol parecido a lo que la vida a veces se transforma: alumbra pero no calienta.
Esparce una luz deslumbrante pero sin calor.
Sé bien que no habrá respuesta
para mis preguntas. Ese vacío me acompaña desde hace exactos cinco años, cuatro
meses y 24 días.
A veces el dolor de su ausencia
y que me rompe el alma se alivia por algunos brevísimos instantes: es cuando
pienso que Eduardo se fue para no contemplar la tragedia que nos destroza.
A veces.
Luego vuelvo a las preguntas de
siempre. Y al mismo vacío.
Fueron 42 años de amistad
fraterna. Ese el tamaño del vacío que vivo desde abril del 2015. Ese el tamaño
de mi dolor en un país, un mundo, que duele cada vez más.
Sí, sí, ya no habrá respuestas
de Eduardo. Pero hay que merecer su memoria, y la única manera de
merecerla es seguir creyendo. Y luchando.
¿Hasta cuándo? Hasta
siempre.
Página/12 DdA, XVI/4605
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