Diego Urbieta
Hace unos días salí a dar una vuelta con la moto por la sierra, hice una
parada en un pueblo y entré en un bar pequeñito. Pedí un agua con gas a la
chica que atendía la barra. –No me queda, dijo. Sonreí. –Pónmela normal, pero
fresca a ser posible. –Fresca no, es del tiempo, me contestó. Volví a sonreír.
-Del tiempo, vale, pero ponle hielo si eres tan amable. –Hielo no tengo
hasta el medio día, dijo. De nuevo sonreí. –No te preocupes, contesté, mejor me
vas a poner una caña con unas aceitunas. –Aceitunas no me quedan, lo siento
mucho. –Me da lo mismo, lo que tengas, a mí me gusta todo. Alcanzó una lata de
mejillones de una cámara frigorífica con espejos y cristales que había colgada
en la pared de la barra. La cámara estaba apagada. De hecho, solo había dentro
de ella esa lata de mejillones. –¿Un poquito de limón es posible?. No se
atrevía a contestarme, estaba bastante apurada, eran demasiadas veces las que
me había dicho que no. Se puso a buscar, pero yo percibí que no buscaba los
limones que no encontraría, buscaba una excusa entre las cámaras desenchufadas
y vacías. Buscaba la razón de seguir adelante con un negocio que no chutaba.
Buscaba la forma de decirme que tampoco tenía un limón en ese bar pequeñito.
Buscaba el tiempo que se necesita para que baje la sangre de los mofletes de
tanta vergüenza y que todo parezca un acontecimiento fortuito. Pero ella sabía
muy bien que eso le pasaba cada día, y que no quería cerrar el negocio porque
se resistía a perder lo poco que le entraba en la caja y que no le daba para
aguas con gas ni leches en vinagre. Gracias que había podido pinchar un barril
este mes y que veríamos a ver cuando se lo pagaba al proveedor de cerveza. De
pronto caí en la cuenta de todo eso y le dije: -No quiero limón, no te
preocupes, así está todo muy bien. Ella intentaba mantener la cabeza bien alta
y sostener su dignidad para que no cayera como un edificio cuando lo quiebra un
terremoto. Ella disimulaba la afrenta de no poder ofrecerme todo lo que hace
falta para que un cliente quede satisfecho y vuelva otro día. Eso es lo que
ocurre con los negocios pequeños, que son el pez que se muerde la cola. Si no
tengo no vuelves y si no vuelves no tengo. Ahora no se perdona nada a un
negocio. Lo queremos todo de lujo porque pagamos, y eso nos da derecho a pedir
por nuestra boca. Pero por encima de todo está la humanidad y la razón en un
mundo de multinacionales, de centros comerciales, de franquicias preciosas, en
un mundo de lujo donde no nos falta detalle. Por encima de todo está frecuentar
de vez en cuando esos lugares pequeñitos que se hunden en una sociedad apática
que si entra por casualidad a tomarse un agua con gas y no se la ponen, sale
diciendo:- Vaya desastre, no vuelvo a pisar aquí. Sin percibir la impotencia y
el bochorno de alguien que no puede con su vida porque no podrá nunca competir
con las grandes cadenas. Así se hunden los negocios pequeñitos, los negocios
que solo tienen una lata de mejillones que ofrecernos. Cuando iba a pagar a la chica,
le di un billete de veinte euros y me dijo:- No tengo cambio, señor. Sonreí y
le dije que no tenía que devolverme, porque hacía mucho tiempo que no me sentía
tan a gusto en un lugar. Le dije que es difícil encontrar sitios tan hermosos,
donde uno se siente de pronto como en casa, porque en casa no lo hemos tenido
mucho más fácil. Le dije también que volveré cada día que pueda, que
recomendaré ese y tantos establecimientos pequeñitos donde uno entra y no hay
casi de nada, pero lo que no falta es dignidad y fortaleza para seguir adelante
en un mundo donde empezamos a sobrar los más pequeños.
DdA, XVI/4597
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