Escribe Enrique del Teso: "Qué chistoso resulta el bufón Quim Torra exigiendo responsabilidades a «España», sin dejar de lamerle el culo a Jordi Pujol. La salida emérita de España es un vodevil. Que no huye, dicen. Está la mayor parte del tiempo fuera de España, ¿por qué entonces esta salida del país se anuncia como lo que es, como una operación de Estado? Claro que huye, y no de los republicanos, sino de la justicia". El autor se pregunta al final del artículo qué tal irá el reparto de aceite y azúcar al que el Jefe del estado instó a los dos mil y pico nobles de España para ayudar a las familias pobres.
Enrique del Teso
La monarquía fue, según se mire, un comodín o el huevo
de Colón. Los residuos de la dictadura llenaban el Estado y, a la vez, la
resistencia interna a esa dictadura, el hecho tozudo de estar en Europa justo
al sur de Francia y los aires internacionales hacían imposible mantener una
dictadura. Y nadie quería otra guerra. Era un sudoku difícil. Por eso lo del
huevo de Colón. A toro pasado, era más fácil de lo que parecía. Siempre los
dichosos relatos. El truco consistía en que todo el mundo tuviera los materiales
para el relato que le convenciera. Unos dirían (diríamos) que la república fue
nuestro antecedente democrático, interrumpido por un golpe militar exitoso, y
que la transición consistía en retornar a la democracia. Es lo que se puede
decir leyendo los libros de historia y suena bien. Pero ese no podía ser el
único relato con un Estado infestado de ultras franquistas en todos sus
estamentos. Tenía que haber alguna manera de decir que hubo una horrible
guerra, un período franquista con sus más y sus menos (Tom Burns Marañón lo
llamó «ciclo político») y una continuación natural en la Transición y la
democracia, que solo sería una puesta al día de aquel «ciclo político». La cosa
era que todo el mundo tuviera el relato en el que no era el perdedor. Y así el
huevo de Colón consistía en tener un comodín, una pieza que podía valer por lo
que uno quisiera para completar su discurso: la Monarquía. Que Juan Carlos de
Borbón fuera rey era seguir lo dispuesto por el dictador y evitaba llamar a
España con la palabra «república». Que la monarquía fuera constitucional era
pasar a una democracia. Los antifranquistas tenían en la democracia el fin de
la dictadura y los cruzados franquistas tenían en la democracia la evolución
del ciclo político franquista, reteniendo victoria y privilegios. Todos los
relatos eran posibles con el comodín monárquico. La palabra «reconciliación»
era tan indiscutible y querida que colapsó el franquismo en la memoria general,
como si lo anterior a la monarquía hubiera sido la guerra civil, como si
viniéramos de un conflicto con dos bandos que se mataban unos a otros y que
había que dejar atrás; como si la guerra no hubiera acabado cuarenta años antes
y no fueran los pistoleros y pelotones de la dictadura los que mataban sin
guerra ni bandos. La monarquía era la pieza que completaba un discurso y el
contrario. No lo digo con desdén, el propio PCE lo comprendía. Democracia y
paz, quién puede objetar eso.
Así que le dimos a Juan Carlos I todo. Le dimos desde
la inviolabilidad que lo situaba al margen de la ley, hasta una vida regalada
de rey, con el dinero, el tren de vida y los cachondeos de los reyes de toda la
vida. Se lo dimos todo nosotros a él, no a la inversa. La libertad alcanzada
tuvo que ver con la presión internacional y con la resistencia interna. Ni Juan
Carlos I ni Juan de Borbón tuvieron nada que ver con ninguna lucha
antifranquista ni con ningún aspecto de la política internacional que hiciera
inviable una dictadura. Se creó una mitología oficial que ponía al rey al
frente de la reconciliación, la democracia y la modernización de España. No hay
que rasgarse las vestiduras republicanas. Hay que entender en qué consiste una
Jefatura del Estado hereditaria en una democracia: en un juego. Para que el
sistema sea democrático el rey no puede ser el jefe del Estado «de verdad».
Tiene que ser una simulación para que no sea una dictadura. Su conducta pública
tiene que ser regida por protocolos que aparenten actos políticos sin serlo. El
juego pudo servir para cimentar un relato confuso, tener una referencia
simbólica unitaria de cambio de régimen o encajar con una figura de mando
militar reconocible en el estamento. Pasado ese momento de necesidad o conveniencia,
la monarquía basa su continuidad en lo que la basan las demás monarquías
constitucionales: en la tradición, es decir, como decía Xosé Luis Barreiro hace
un par de años, en la pereza. Poco argumento es ese para una institución sin
legitimación democrática y que ya no tenía la utilidad que provocaba la
urgencia.
El actual estado de ruina y derribo de la monarquía no
tiene nada que ver con ningún activismo republicano. Los dos partidos que
gobernaron España fueron y son partidos defensores del sistema dinástico. Los
partidos de la izquierda, ahora mismo IU y Podemos, siempre fueron nítidamente
republicanos, pero ni tuvieron nunca suficiente influencia ni de todas formas
la república fue nunca una de sus prioridades. Lucir la bandera tricolor el 14
de abril no hace temblar la monarquía. De todas formas, la primera actividad
antimonárquica sostenida, reconocible y con proyección pública no vino de la
izquierda. Los curiosos pueden ir a la hemeroteca y leer el diario El
Mundo en los primeros noventa, cuando el periódico estaba en la cresta
de la ola y era el percutor contra Felipe González. Pero ningún activismo
republicano arañó la imagen ni la estabilidad de la monarquía sobre todo,
decía, porque no fue nunca una prioridad. El derrumbe de la monarquía llegó por
corrosión interna, la propia Casa Real convirtió la institución en un problema
en vez de una comodidad y la propia propaganda monárquica desacredita su papel.
Al Juan Carlos I se lo dimos todo y él nunca estuvo a
la altura. La Constitución lo situó al margen de la ley y él se portó como un
inviolable al margen de la ley. Sus amistades internacionales tuvieron más que
ver con su tren de vida que con ninguna agenda del Estado. Su tendencia
desaforada a lujos y suntuosidad y su participación oscura en tráficos de
empresas siempre sembraron sospechas sobre el alcance de su fortuna y la manera
de obtenerla. Sus escarceos privados más de una vez se enredaron con asuntos de
Estado. La sospecha de una descomunal corrupción está en la prensa internacional
y puede además tratarse de una corrupción ramificada. Qué chistoso resulta el
bufón Quim Torra exigiendo responsabilidades a «España», sin dejar de lamerle
el culo a Jordi Pujol. La salida emérita de España es un vodevil. Que no huye,
dicen. Está la mayor parte del tiempo fuera de España, ¿por qué entonces esta
salida del país se anuncia como lo que es, como una operación de Estado? Claro
que huye, y no de los republicanos, sino de la justicia.
Los escándalos de la familia real son sistémicos y su
desapego con el país es crítico, por mucho que Pedro Sánchez quiera desvincular
la institución de las personas. La propaganda monárquica, por costumbre ñoña y
almibarada, siempre tuvo una debilidad: pretender que la monarquía no fuera un
juego, como que lo que hace el rey lo hace de verdad y sería el jefe del Estado
al que elegiríamos de todas formas. Ese discurso de cuento infantil chirría con
estridencia con los hechos actuales y no le hace ningún favor a la Corona.
Menos le conviene aún que la derecha más sectaria la incluya en ese activismo
torpón de utilizar los símbolos nacionales para enfrentarse a otros españoles y
no para representar al país. Lo último que le conviene a la monarquía son
ultras de tebeo gritando viva elrRey. Hay una parte especialmente indigesta de
la propaganda monárquica. Nunca se quitó de encima esa opacidad que se tenía
con todo en la Transición, cuando todo era tan delicado que todo era secreto de
Estado. La Transición educó la actitud, que en la Corona llega a ser irritante,
de tapar y mirar para adelante. Y hay un aspecto de la Transición, ligado a
este secretismo, que es la razón última por la que quieren que asumamos la
monarquía: el riesgo. La propaganda monárquica y los guardianes de los secretos
de la Transición quieren perpetuar en nosotros esa autoimagen de minoría de
edad colectiva, necesitada de una figura tutelar superior, como si sin Rey
quedáramos solos, desorientados y con tendencia a la bronca; como si justamente
ahora no fuera la monarquía un problema institucional interno, una fuente de
descrédito internacional y un factor de enfrentamiento más que de unión.
No es nada original que no haya dicho nada de Felipe
VI. Podemos hablar largo y tendido de España y sus instituciones sin hablar de
Felipe VI y sin que falte nada de interés. Qué tal irá el reparto de aceite y
azúcar.
La Voz de Asturias DdA, XVI/4578
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