domingo, 9 de agosto de 2020

NUESTROS EMIGRANTES DE LOS SESENTA Y VOX


Pablo Álvarez Fernández 

El 2 de enero de 1964, con dos mudas limpias por cabeza, dentro de una maleta de cartón, como equipaje, Andrés y Laura abandonaron el pueblo con destino Alemania. La idea llevaba tiempo rondándoles por la cabeza, en los pueblos de la España franquista el futuro olía a represión, hambre e incertidumbre y ellos, hijos de la derrota, que conocían mejor que nadie lo que eso significaba, no querían algo así para la futura familia que pensaban formar. El único impedimento era el miedo, un miedo que se desvaneció la noche que Laura confirmó que estaba embarazada. Sabedores como eran de que sus antecedentes familiares los colocaban en la diana de las autoridades franquistas, ni siquiera se plantearon solicitar un permiso de trabajo a través del Instituto Español de Emigración. Hacerlo solo les hubiera traído una negativa y muchos problemas, así que, armados de valor y con un visado de turistas en las manos, emprendieron un trayecto que, casi una semana después, finalizó en Essen, una ciudad minera situada en la cuenca del Ruhr. 

Aunque la lluvia y las minas les recordaban mucho a su Asturias del alma, el comienzo allí fue muy duro, demasiado. A través de una agencia de "explotación", encontraron trabajo, ella como empleada doméstica y él como peón en una acería, que fue la que, a cambio de un jugoso descuento en su raquítica nómina, les proporcionó el barracón donde compartieron hacinamiento y penurias junto a otras tres familias, dos españolas y una portuguesa, durante los tres años que tardaron en reunir el dinero suficiente para mudarse al piso de 55 metros donde vivieron el tiempo que transcurrió hasta que alcanzaron la edad de jubilación y pudieron regresar a España, dejando atrás a dos hijas, dos yernos y tres nietos alemanes. 

En esas cuatro décadas nunca dejaron de sentirse extranjeros, siempre hubo alguien que se lo recordó. Estaban quienes les humillaban por su desconocimiento del idioma, los que despreciaban sus costumbres y les llamaban despectivamente "come aceite" o "aliento de ajo", los que les responsabilizan de bajar el precio de la mano de obra y quitarles el trabajo, o los medios de comunicación que les acusaban de ser seres infectos y portadores de enfermedades. Ellas y ellos, extranjeros, la mano de obra barata que, trabajando de sol a sol por salarios de miseria, había sido artífice del milagro económico alemán, nunca recibieron otra cosa que no fuera desprecio. 

Y ahora, Andrés y Laura, en su retiro asturiano, contemplan con horror como la ultraderecha española, igual que hiciera en su día con ellos una parte de la sociedad alemana, repite una y otra vez mensajes xenófobos contra los inmigrantes. Mensajes que van calando en un pueblo que, falto de empatía y desmemoriado, culpa de su frustración a las y los más débiles, a quienes, como ellos hicieron en su día, lo dejan todo atrás, familia, vivencias y arraigos, para ir a ganar el pan más allá de sus fronteras. 

Hoy les toca a ellos ser víctimas del odio, ayer les tocó a tus abuelos, quizá mañana te toque a tí, o a tus hijos. No lo olvides nunca.

   DdA, XVI/4579   

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