Alicia Población Brel
En este año 2020 no se han
permitido numerosas celebraciones y eventos culturales por el peligro al
contagio que acarreaba la concentración de gente; se ha hablado de la
necesidad de una distancia social, cuando quizá deberíamos referirnos a ella como
distancia física; y hemos tenido que estar aislados los unos de los otros por
la propia seguridad. La pérdida de lo social, de las fiestas en comunidad, ha
acarreado una desaparición de los rituales que coincide con el título que
Byung-Chul Han ha dado a su último libro, publicado por
primera vez en Alemania el pasado 2019. Sin embargo esta pérdida, aunque en los
últimos tiempos se haya enfatizado debido a la pandemia del COVID-19, no es
nada que nos pille de nuevas.
En sus poco más de cien
páginas el filósofo surcoreano nos plantea cómo el neoliberalismo, la
producción desmedida y el culto al yo están acabando con los rituales y su
capacidad para congregarnos. “Juntar” en griego symbállein, es de donde deriva
la palabra símbolo, y son los símbolos, las formas de los rituales, los que no
permiten el narcisismo porque su esencia va más allá del individuo. Creer en
algo superior lograba en tiempos una narración común de la que se era partícipe
sin necesidad de comunicación, y que era lo que creaba el sentimiento de
comunidad. Es curioso que precisamente la palabra “religión” derive de relegare, “fijar la atención”, algo que
las últimas generaciones han reducido a 5
segundos. Ahora la comunidad sin comunicación se ha sustituido por una
comunicación sin comunidad.
Esta necesaria durabilidad
se pierde en el mundo actual por el incesante flujo de estímulos, y es este
flujo lo que nos impide demorarnos. Nos hace seres incapaces de morar,
incapaces de sentir la sensación de hogar, de comunidad, de asidero. La
discontinuidad de nuestro tiempo hace que nos deslizamos de una fase a otra sin
solución de continuidad.
Hoy en día las creencias
comunitarias y las religiones, son sustituidas por el cultoa uno mismo, esto
es, una necesidad de exhibirse, que es a su vez lo que significa en origen la
palabra “producir”, producere, que en
latín significa “hacer visible”. Hemos convertido nuestro mundo en una forma
pornográfica de exposición y transparencia incesante en la que nos explotamos a
nosotros mismos creyendo que nos autorealizamos.
Al recibir un eco constante
de nuestro propio ego a través de las nuevas formas de comunicación (Twitter,
Instagram, Facebook…) entramos en depresiones, basadas en la referencia hiperbólica
de uno mismo. Los rituales, sin embargo, exoneran al yo de la carga de sí mismo
porque le ponen en relación con el mundo.
Antes la escuela, del griego
scholé, que significa “ociosidad”,
cultivaba. Ahora instruye para producir capital humano, cuando la formación no
debería ser nunca un medio sino una finalidad en sí misma. Hemos sustituido
nuestro tiempo de ocio por una presión constante por producir. Se ha descuidado
la necesidad de la fiesta precisamente por su carácter insubordinado y durable.
La fiesta se demora en el tiempo, no tiene un objetivo al que dirigirse ni
se subordina a otra finalidad que no sea la de sí misma. Y es de ella de donde
deriva el arte, cuya esencia consiste precisamente en otorgar a la vida una
durabilidad.
Ahora entendemos la fiesta
como un efímero descanso del trabajo, porque hoy en día el tiempo libre nos
produce horror vacui. El tiempo libre nos da miedo.
*Artículo publicado también en Aquí Madrid.
*Artículo publicado también en Aquí Madrid.
DdA, XV/4584
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