Félix
Población
Uno de los más populares fotógrafos gijoneses de la posguerra fue César
Manuel Morán Uría (1926-2010), que tuvo su estudio (Foto César) en el barrio
fabril de La Calzada a partir de 1956 y que hasta 2019 en que echó el cierre
fue regentado por uno de sus hijos. Sobre la obra de Morán Uría se realizó hace
un par de años una exposición antológica que recogió la evolución en imágenes
de ese populoso barrio gijonés, desde los años cincuenta del pasado siglo hasta
los inicios del actual.
Bajo el epígrafe Un barrio a través de una cámara, la muestra documentó gráficamente la memoria histórica y social de La Calzada, que durante ese medio siglo experimentó una profunda transformación a raíz de los años sesenta, cuando se inició el periodo desarrollista de la dictadura y Gijón perdió por desgracia algunos valiosos edificios de indudable prestancia arquitectónica que hoy darían memorables señas de identidad y reconocimiento a la vieja villa cantábrica y su historia.
Bajo el epígrafe Un barrio a través de una cámara, la muestra documentó gráficamente la memoria histórica y social de La Calzada, que durante ese medio siglo experimentó una profunda transformación a raíz de los años sesenta, cuando se inició el periodo desarrollista de la dictadura y Gijón perdió por desgracia algunos valiosos edificios de indudable prestancia arquitectónica que hoy darían memorables señas de identidad y reconocimiento a la vieja villa cantábrica y su historia.
Aunque solo fuera por la fotografía que ilustra este artículo, César se merece un recuerdo permanente en la memoria de quienes por los años sesenta del pasado siglo disfrutábamos viendo las carreras ciclistas, tan lejos como espectáculo deportivo, mediático y comercial de las que se celebran en nuestros días. Esa memoria está representada en esos tres pequeños espectadores que aparecen en el ángulo inferior de la imagen y hacia los que se dirige el observador al buscar el foco de la información gráfica.
Dos corredores se aprestan a cruzar la línea de meta en un último y reñido sprint, con la cabezas sin casco volcadas sobre el manillar. Varios ciclistas, más atrás, no tendrán ya la oportunidad de la victoria porque les falta aliento para esa disputa en los últimos metros. No hay más constancia de la meta que una sobria raya blanca pintada en la calzada. El decisivo momento final de la competición carece de cualquier otra escenografía como no sea la del propio esfuerzo de los protagonistas y la suspensa atención del respetable. Hoy el vencedor se dirimiría por foto-finish porque las dos ruedas delanteras de los ciclistas están sólo a unos centímetros de cruzar la raya.
Faltan muchos años para que las carreras
ciclistas se conviertan en ese festival rodante multicolor y ruidoso al que
asistimos desde que el deporte de la bicicleta se hizo espectáculo mediático.
Esta meta del barrio gijonés tiene la sobriedad de aquel tiempo en que la
carestía estaba muy reciente en la memoria social. No aparecen carteles
publicitarios, ni vistosos maillots comerciales, ni vehículos de equipo , ni
vallas, ni megafonía. Solo al fondo del grupo de corredores se advierte la
borrosa presencia de un solitario motorista. El país todavía se estaba
sacudiendo de los rigores de la oscura y miserable posguerra, y el ciclismo de
nuestros días era inimaginable, como tantas cosas.
Puede que la prueba fuera modesta, de
carácter local o regional, pero la actitud del público apiñado en las aceras y
asomado a las ventanas y balcones -mayoritariamente joven y varonil-, refleja
en cada rostro un manifiesto interés por observar al detalle el desenlace de la
etapa. Entre ese público orillado en la calzada aparecen algunas bicicletas. No
son de competición sino de trabajo, pues ese vehículo formaba parte todavía del
medio de transporte habitual entre el proletariado de la ciudad. No obstante,
su presencia al pie de una prueba de ciclismo deportivo denota la querencia por
el pedal de sus propietarios.
Entre el grupo de jóvenes de distinta edad que aparece a la derecha de la imagen, la atención es especialmente viva en la fisonomía de esos tres niños con pantalón corto, flequillo al uso y calcetines blancos, a los que posiblemente sus hermanos más crecidos les han permitido ver el espectáculo en primera fila. Por lo aseado de su vestuario, esos chiquillos huelen a mañana de domingo con baño y muda limpia. Tanto en los más jóvenes como en los adolescentes que están detrás se aprecia la emoción de ese momento puntual sobre el que posiblemente el olvido haya ido echando la niebla del tiempo.
Entre el grupo de jóvenes de distinta edad que aparece a la derecha de la imagen, la atención es especialmente viva en la fisonomía de esos tres niños con pantalón corto, flequillo al uso y calcetines blancos, a los que posiblemente sus hermanos más crecidos les han permitido ver el espectáculo en primera fila. Por lo aseado de su vestuario, esos chiquillos huelen a mañana de domingo con baño y muda limpia. Tanto en los más jóvenes como en los adolescentes que están detrás se aprecia la emoción de ese momento puntual sobre el que posiblemente el olvido haya ido echando la niebla del tiempo.
Yo mismo tenía enterrada esa vivencia en
la memoria hasta ver esos esos rostros en la fotografía de César Morán. La
concentración y emoción de esas miradas ante las últimas pedaladas de los
deportistas han redescubierto la mía en el fondo perdido de mi infancia.
También allí guardaba la excitada admiración de esos ojos en circunstancias
similares. Porque pocas cosas posiblemente, en aquellos primeros años de los
sesenta del pasado siglo, podían ser para mí tan subyugantes como asistir tan
de cerca al gran espectáculo de una llegada al sprint en una prueba ciclista, tal
como alguna vez presencié en el primario velódromo de Las Mestas.
Para explicar esa querencia es preciso apelar al más recurrente de mis sueños de niñez, después de los no pocos surcados en años más tiernos en pos del tren eléctrico que se mostraba por Reyes en los escaparates de Navarro Óptico, en la calle Corrida. No era otro que tener una bicicleta azul celeste de carrera con sus manetas, bielas y platos relucientes, para pelear por alguna meta tan disputada al menos como la que César Morán nos dejó en esta imagen. Nunca tuve esa oportunidad ni de prestado, y las veces que me dejaron una vieja bici convencional de paseo, siempre sentí la sensación al devolverla de que su propietario no me apeaba sólo de su vehículo sino del propio sueño que perseguía y que por una vez había hecho rodar durante unos cuantos minutos y muy contados kilómetros.
DdA, XV/4592
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