Fulgencio
Argüelles
Para los monárquicos siempre resultan
inoportunas las reflexiones sobre la Monarquía. Pero la reflexión (al igual que
la sabiduría) no ocupa lugar. Vitalicia es la Monarquía, una merced de por
vida. Hereditaria también, es decir, con capacidad de tránsito. Pudiera ser
costumbre o virtud, revelación divina o insalvable cáncer. Penada por la
Historia, incorregible en su instauración, y rechazable por propia definición.
En cuanto a hereditaria: patrimonial, transitiva, genética y atávica. En cuanto
a vitalicia: indefinida y perpetua. En cuanto a moderna: inútil. Gravemente
indefinida porque no atiende a la persona digna de la heredad, sino al
acontecimiento mismo de la perduración de los derechos para reinar, pudiendo
ocurrir que el afortunado heredero contara entre sus talantes con la estupidez
o la vanagloria, cuando no con la malicia o la inmoralidad. La historia de las
monarquías viene abarrotada de despropósitos, tiranías, negligencias,
crueldades y derroches. Pero aun en el caso de que el heredero poseyera
excelsas virtudes y habilidades notables en nada modificaría los argumentos
contra la pervivencia de la Monarquía como institución.
Nuestra
Constitución pregona (Art. 14) que los españoles somos iguales ante la Ley, sin
que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento. (No hay
mayor discriminación que atribuirle a alguien honor, privilegio y poder en
función exclusiva de su nacimiento) La Constitución también dicta (Art. 56) que
la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Y no es un
extravío literario. El Rey es, por definición legal, un irresponsable y no está
obligado a responder de sus actos ante ningún juez.
No creo
que los argumentos deban atender a conveniencias o necesidades, tampoco a
virtudes o cualidades de monarcas concretos, sino a esencias de conformación,
es decir a fundamentos de existencia y perduración. Expresar con una media
sonrisa de resignación e ingenuidad que la Monarquía es aceptable porque un
determinado rey resulta más o menos cordial, instruido, moderado, de buen
carácter o de manifiesta bondad, es tanto como decir que el pretexto de la ley
está en la simpatía de los jueces. Cierto es que nuestra actual Monarquía es
débil en sus funciones, más bien ceremoniales y henchidas de compromisos
simbólicos. La soberanía reside en el pueblo y es el pueblo quien otorgó
permiso para la restauración monárquica. Pero los tiempos cambian, las
sociedades evolucionan y ya son dos las generaciones que han recibido la
Monarquía como una imposición.
No pocas
veces tendemos a creer que los sentimientos son preferibles a las razones, pero
en asuntos de esta naturaleza las razones son ineludibles, y argumentar desde
los sentimientos puede constituirse en recurso cuando hablamos de seres
queridos o de realidades personales, pero nunca para fundamentar un sistema de
gobierno. En cuanto a la costumbre, sabemos que resulta despótica y contraria a
la evolución humana. Y nadie puede rechazar como axioma la proposición que
enuncia que en cuestiones éticas la utilidad siempre es la última instancia.
¿A
alguien le interesa lo que pueda decir el Rey sabiendo que otros escriben sus
discursos, dirigen la medida de sus palabras y controlan sus actitudes e
incluso sus aspavientos? La Monarquía es una manera trasnochada de decorar el
Estado. ¿Cómo desde la razón se puede justificar la circunstancia del
fundamento monárquico? ¿Alguien puede defender que un ciudadano, sea cual sea
su condición psicológica, su moralidad o su capacidad intelectual pueda ser
Jefe de Estado con el título ancestral de Rey por el hecho de ser descendiente
heredero en un árbol genealógico concreto? La Monarquía es un privilegio de
algunos fundamentado en un principio discriminatorio contrario al derecho de la
igualdad de todos los seres humanos. Se cimienta en la costumbre y se arroja la
representación de un pueblo que no puede ejercer, en este caso, el democrático
derecho de elección. Hubo un refrendo hace más de cuarenta años, lo que quiere
decir que los nacidos a partir de finales de los cincuenta (más de tres cuartos
de la población) no han sido consultados por este ancestral sistema de
gobierno.
El coste de toda la amplia familia real,
la posible corrupción de algunos de sus miembros, la vida licenciosa de un
monarca o las posibles incapacidades de los herederos pueden ser argumentos
contra la oportunidad de la Monarquía, pero no contra sus fundamentos. Ni la
Casa Real más sobria y humilde, ni los herederos más inteligentes y honestos
(si el azar así lo determinara) pueden conformarse como argumentos a favor de
la legitimidad monárquica.
El Comercio-DdA, XVI/4565
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