Félix Población
Alguna institución en
España debería hacerlo. Me consta que la más llamada a ello, en la que trabajé
durante veinte años, no lo hacía ni creo que haya reparado en la necesidad de hacerlo, a pesar de que
en su día se lo propuse a su director. Lo que se ha dado en llamar Memoria
Histórica, que el actual Gobierno también denomina Memoria Democrática, debería
contar ya con un lugar en donde poder consultar la extensa bibliografía que
esta materia ha venido generando desde que investigadores de todo tipo y
condición se dedican a ello, ya sea descendientes de los represaliados, periodistas especializados o historiadores.
Son muchos los libros publicados sobre el asunto
en las últimas cuatro décadas y no creo que haya posibilidad de encontrar en
nuestro país un centro que los aglutine, aparte de la Biblioteca Nacional.
Podría haber sido o ser el Centro Documental de la Memoria Histórica, radicado
en Salamanca y dependiente del Ministerio de Cultura (CDMH), al menos desde que
lo propuse hace más de dos décadas, pero me temo que hasta allí solo llegan
aquellas obras cuyo autor hizo uso de su archivo, biblioteca o hemeroteca,
según está regulado.
El resto de trabajos los encontrará quien se interese por
el tema gracias a las más variadas y azarosas circunstancias, como me acaba de
ocurrir con el libro de Jesús Vicente Aguirre, que publica un artículo en El Salto en donde glosa su exhaustiva investigación sobre la represión
franquista en La Rioja.
Se trata de un trabajo de más de mil páginas, editado en 2008, fruto de cinco años de investigación pueblo a pueblo, partiendo como incentivo de la
declaración del secretario de un Ayuntamiento
franquista que aseguró al autor que allí nunca pasó nada. Pero en La
Rioja, con solo 200.000 habitantes el inicio de la Guerra de España, fueron
asesinadas dos mil personas, víctimas de la represión franquista, sin que en
aquel territorio hubiera frentes ni trincheras, como igualmente ocurrió en otras provincias del país.
Los sublevados se hicieron en Logroño con
el poder el 21 de julio, tres días después de iniciado el golpe militar, y
dos millares de personas fueron ejecutadas sin juicio ni remisión, en su
mayoría entre los meses de julio y diciembre.
Aguirre se puso con su libro "a contar lo que pasó pueblo a pueblo, persona
a persona, sin flaquear un solo instante, a pesar de sufrir muchas veces con
aquellas historias irracionales, de no poder casi sostener el grabador mientras
un viejito, que aguanta de pie, llora y me dice, “no, no lo apagues”.
Obviamente,
me he interesado por este libro, “Aquí no pasó nada” (2007, 2018), que Aguirre ha
completado con “Lo que pasó” (2019), un tránsito de la investigación a la
novela que el autor explica en este artículo:
Lo que pasó, cuando aquí no pasó nada
Jesús Vicente Aguirre
Durante cinco años leí, investigué,
pregunté, sobre todo escuché y recorrí La Rioja (“desde Aguilar a Canales,
desde Alfaro hasta Foncea”, tantas idas, tantas vueltas), y aún otras tierras
para llegar más lejos. Y escribí. Primero era lo de tomar notas, luego darles
orden y sentido, capitular y recapitular… Mil páginas después, podía contar lo
que pasó en La Rioja cuando aquí no pasó nada.
La anécdota es conocida, pero la resumo
aquí. Cuando yo escribí La balada de San Asensio no sabía que
dos de sus versos alumbrarían una investigación y se colarían en la portada de
un libro. Fue el secretario de aquel pueblo que, tratando de rebajar el nivel
reivindicativo en lo social e histórico de aquel concierto de Carmen,
Jesús e Iñaki en los años de la “Transición”, y antes de amenazarles
con la cárcel si sus canciones se “pasaban”, les dijo aquello de “que aquí
nunca pasó nada, y que nada va a pasar”… Y sí, resulta que en La Rioja,
doscientos mil habitantes en 1936, sí pasó algo. Dos mil personas fueron
asesinadas en una región sin frentes ni trincheras. Donde el ejército sublevado
se había hecho con el poder para el día 21 de julio. Dos mil asesinados sin
juicio ni remisión, con nocturnidad y alevosía, la mayor parte de ellos entre
julio y diciembre de aquel año. Y ahí estaba el libro, Aquí nunca pasó
nada, contando lo que ocurrió día a día, pueblo a pueblo, persona a
persona. Con fotos (no hay nada más entrañable y tremendo al mismo tiempo que
ver su mirada) y cientos de documentos.
Nunca flaqueé en el empeño de acabar
investigación y escritura. A pesar de… A pesar de sufrir muchas veces con
aquellas historias irracionales, de no poder casi ni sostener la grabadora
mientras un viejito, que aguanta de pie, llora y me dice, “no, no lo apagues”,
de pensar “¿cómo fue posible que convecinos mataran a convecinos?”... Aún
publiqué una adenda con el mismo título, y un tercer libro, Al fin de la
batalla, dedicado fundamentalmente a los riojanos que reventaron luchando en la
guerra civil, fuera de esta tierra, ya sabemos que aquí no hubo trincheras; la
mayor parte de ellos en el ejército franquista (como voluntarios algunos, la
mayoría porque les tocó). En el libro también volvía con los represaliados por
los sublevados, y aún llegaba a los riojanos (96), que igualmente y fuera de su
tierra, fueron asesinados en la retaguardia republicana. Sí, ya lo sabemos, la
muerte y la tragedia se repartieron por toda España, porque cuando el ser
humano pierde su humanidad, las consecuencias se acabarán llamando la Barranca,
Badajoz o Paracuellos del Jarama. Pero la responsabilidad de todo ello tiene,
también, nombre y apellido. Y no es lo mismo ordenar la muerte desde arriba,
Franco, Yagüe, Mola, iniciando así rupturas en la razón y el corazón, que caer
en el pozo de esa ruptura descontrolada del ser humano. Triste, trágico, pero
no es lo mismo. No todo vale, no todo es lo mismo…
Después de esos libros y de tantos
documentos, pensé que “las sacas”, que en La Rioja ya tenían un libro
autobiográfico, el de Patricio Escobal, merecían una novela. Una novela que no
fuera solo como un resumen ficcionado de lo que ya había contado en Aquí nunca
pasó nada. Que no pudiera leerse simplemente como un pequeño manual para no
iniciados. Yo quería llegar más lejos. A todos los lectores y lugares posibles,
contando una historia que pudiera tener sentido en si misma. Eso sí, una
historia que pudiera reunir todas las historias que caben en una historia. En
una novela. En Lo que pasó.
Y en un tiempo. Y con unos
protagonistas, Arturo, Elsa, Pepe y Tomás, a los que encontraremos en Arnedo en
los años 30 del siglo pasado, para llegar a 1936, que será crucial para todos
ellos. La “acción” se traslada ahora a un pueblo cercano, sin nombre. Podía
tratarse de… o de… Pero no, no llevar nombre significa que lo que allí ocurrió
pudo haber sucedido, como así fue, en centenares de pueblos situados en
cualquier rincón de España. Allá donde tras la sublevación no hubo frente ni
trincheras. Solo sacas y cunetas. Llegaremos después al año 1964, el de los
“XXV años de paz” (¿algo que celebrar?), que protagonizará en nuestra novela
Finito, uno de aquellos “intrépidos y aguerridos” falangistas que tanto
hicieron para escribir con sangre un capítulo de la enciclopedia facciosa de la
infamia. Y terminamos la novela con savia nueva, con Cecilia, la nieta de
Tomás, situándola en los años que van desde aquellas primera exhumaciones en La
Rioja, finales de los 70 del siglo pasado, al tejerazo de 1981. En Lo
que pasó conoceremos a otros muchos personajes, buenos, malos y
medianos. Con sus miserias y grandezas. Con su verdad y mentira. Pero todo lo
que se cuenta pudo haber ocurrido. Y de una forma u otra, ocurrió. En pueblos
reales, cuyos nombres y apellidos siempre debiéramos recordar.
Lo que pasó quiere acercar al público interesado un trocito de
aquella historia para mostrarnosla al completo. Una historia, como decíamos
antes, conformada por muchas historias que nos siguen escalofriando cuando
pensamos en los miles de habitantes de aquella España –muchos de ellos aún sin
identificar- que no sólo fueron asesinados sino que siguen enterrados en fosas
comunes, muchas de ellas sin localizar. A pesar de todo, en esta novela podemos
encontrar, más allá de la vida y de la muerte, el rastro imborrable de aquello
que mantiene en pie a sus protagonistas, y ojalá a sus lectores: el amor, la
pasión, el compromiso… No es moraleja, pero sí esperanza, aunque sólo sea
porque la vida fluye. Y porque muchos seguimos empujando.
DdA, XVI/4570
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