Lazarillo
Es de esperar que el auténtico geronticidio registrado en
las residencia para mayores de España tenga consecuencias en la gestión futura
de esos centros. No se puede permitir que ocurra otra vez lo que ha sucedido.
Si restamos los 19.400 ancianos fallecidos en España como consecuencia de la
pandemia, el número total de víctimas queda sumamente reducido. Esa cifra corresponde a la de nuestros mayores –insisto, aquellos que levantaron el país
después de una guerra y una posguerra atroces- fallecidos en las
residencias y geriátricos de todo el país, con un número de muertes tan
escandaloso como el que se dio en la Comunidad de Madrid, más de 6.000.
Posiblemente –por las condiciones en que se produjeron esos fallecimientos, en
la soledad y la clausura absolutas-, nunca tengamos constancia de la magnitud e
intensidad de la tragedia. Es de recordar que hubo que recoger en no pocos
casos los cadáveres de las víctimas en sus propias habitaciones. Sin embargo, a
pesar de tan dramáticos episodios, es conveniente fijarnos en la excepciones
que se han encontrado en medio de tan desolador balance.
Una de ellas la encontramos en
la mayor residencia asturiana, la llamada Residencia Mixta de Gijón, con más de
300 internos y ni un solo fallecido. Asturias fue la comunidad autónoma que más
test PCR realizó por cada mil habitantes
y la que más invierte en sanidad pública en proporción a su presupuesto:
el 39,30 por ciento (no gobierna la derecha). Creo que el Gobierno de la nación y todos aquellos
gobiernos autónomicos que se precien deberían estar obligados a saber cómo lo
ha hecho esta residencia pública gijonesa, dirigida por Victoria Garcia, a la
que hay que felicitar por su labor porque, entre tanto desastre, su centro nos hace creer en la esperanza: esto es, en el respeto y atención que merecen hasta el fin de sus días nuestro mayores y que ignoran todas aquellas empresas y gobiernos autonómicos que negocian con su ancianidad.
DdA, XVI/4524
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