Todos los machadianos imaginamos lo que diría don Antonio si asistiera a la actualidad política española. Basta leer lo que escribió y tener siempre cerca su obra como manual de inteligencia histórica. Pedro Luis se refiere en su artículo al poeta que jamás habló de la España de los rojos y los azules, sino del país que muere y el que bosteza, dos caras de la misma moneda, de la España mandona, reaccionaria, chata, menguada y egoísta y de la España mansa, quieta, indolente y servil gracias a mil años de latigazos; la otra, la que ha de guardar Dios, era la que luchaba por la libertad, por la solidaridad, por la cultura, la que se vio asaltada por los cañones un 17 de julio de 1936 y que él siguió defendiendo hasta el último día de su vida:
Pedro Luis Angosto
Fue un tiempo difícil el que le tocó vivir, dos guerras mundiales, la revolución rusa, el colonialismo y los conflictos obreros que segaron la vida, entre otras muchas, de Víctor Bach, Jean Jaurés, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, todos ellos luchadores y defensores de un mundo mejor para todos. Bertolt Brecht, siempre lúcido, agudo y valiente, combatía la indeferencia, la indolencia y la apatía, que no eran para él sino signos elocuentes de la degradación del individuo y de la sociedad. Ni siquiera la derrota del nazi-fascismo fue suficiente para que Brecht cantase victoria porque la raíz de la que nació seguía viva después del final de la guerra: “Señores, no estén tan contentos con la derrota de Hitler. Porque aunque el mundo se haya puesto en pie y haya detenido al bastardo, la puta que lo parió está otra vez en celo”. El capitalismo salvaje había sido el padre de la bestia, la bestia había sido derrotada por la muerte de millones y millones de parsonas, pero el padre seguía ahí, esperando una nueva oportunidad.
Brecht no cerró nunca los ojos ni dejó de denunciar la barbarie ni de combatir la indiferencia hasta que dejó de vivir entre nosotros. De ahí su lacónica y conocida frase: “Qué tiempo son los que vivimos que hay que defender lo obvio”. Porque entonces, al igual que ahora, había cosas que eran obvias, tan evidentes como que el sol y la luna salen y se ocultan, que la tierra gira alrededor del sol, que nacemos y morimos o que el capitalismo salvaje está en el origen de la acumulación insalubre de riquezas que causa la miseria, la injusticia y la explotación.
Del mismo modo que Brecht, Machado siempre estuvo del lado de quienes sufren. Nacido en dependencias del Palacio de las Dueñas de los duques de Alba, siempre añoró la fuente y el limonero de su infancia, hasta en sus dos últimos versos escritos en Colliure: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Y siempre despreció a quienes utilizaron el poder para perpetuar los privilegios de su clase a costa no sólo del sufrimiento de la mayoría, sino del porvenir de España, manteniendo unas relaciones sociales propias del antiguo régimen y radicalmente opuestas al nuevo, al que reclamaba la España vital que comenzaba a surgir de entre las ruinas imperiales gestionadas por políticos, terratenientes y empresarios decididos a utilizar al país -ya no había colonias- como su último botín: “Este hombre no es de ayer, ni de mañana. Sino de nunca, de la cepa hispana. No es un fruto maduro, ni podrido. Es una fruta vana. De aquella España que pasó y no ha sido. De esa que hoy tiene la cabeza cana”.
Machado había aprendido mucho de sus padres y abuelos, y gracias a ellos estudió en la Institución Libre de Enseñanza de su admiradísimo maestro Don Francisco Giner de los Ríos, pedagogo genial que debiera tener un monumento en cada ciudad del país al que tanto quiso y tanto dio, y que probablemente lo tendría si no hubiesen seguido teniendo tantísimo poder los herederos de Franco dedicados a esparcir odio, brutalidad y bajas pasiones desde la más absoluta ignorancia y el egoísmo más antipatriótico. Giner de los Ríos nunca examinó a sus alumnos, ni los calificó. Estaba convencido de que cada alumno tenía unas posiblidades, un camino por el que andar y a ello dedicó su vida. Machado hizo lo mismo, no hacía exámenes y valoraba a los chavales según su esfuerzo. Los resultados no pudieron ser mejores. Querían a España ambos, con locura, pero a una España que fuese capaz de propiciar que todos sus habitantes viviesen con dignidad, en libertad, justicia y solidaridad.
Cuando Machado empieza a ser conocido por sus primeros poemas y obras de teatro, ya está en marcha la Liga para la Educación Política de Ortega, ya ha sucedido la primera huelga general de nuestra historia y ya Unamuno desafía al poder real sin morderse la lengua. Roberto Castrovido escribe en El País, Fabián Vidal en La Voz, Miguel Moya en El Liberal, Fernando Lozano y Ramón Chíes en Las Dominicales del Libre Pensamiento y José Nakens continúa con El Motín. El movimiento obrero se lanza contra la patronal catalana y contra el Gobierno central y Urgoiti pone en marcha, junto a Ortega y Gasset, el diario El Sol. La Genración del Veintisiete reclama con fuerza su lugar tras las del Catorce y del Noventayocho. Sin embargo, la monarquía y quienes la sostienen no se mueven, ni siquiera el Desastre de Annual le vale para ver la nueva realidad de España, para intentar una mudanza que le ayude a subsistir. Lejos de adaptarse a las nuevos tiempos, a la España que empuja y pide nuevo escenario, nuevas leyes, nuevos modos, recurre a la fuerza bruta, a las espadas, a los fusiles y monta una dictadura católica que será el ensayo de la que luego destruirá al país.
Machado es espectador privilegiado de su tiempo, tanto por la cantidad de personalidades a las que conoce como por su capacidad de observación y para leer en la intrahistoria de que tanto le ha hablado su admirado Miguel de Unamuno. Escucha más que habla, y escribe en silencio, del amor, el desamor, Castilla y su país, de la gente que habita su patria y a la que no dejan siquiera respirar: “Hay un español que quiere, vivir y a vivir empieza, entre una España que muere, y otra España que bosteza. Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas, ha de helarte el corazón”. Machado ve como la España vital de que tanto escribió Ortega y a la que tantos empeños editoriales dedicó durante el primer tercio del siglo XX, no tiene cabida dentro del régimen monárquico ideado por Cánovas, que la España que muere, la del antiguo régimen, la de los terratenientes, los burgueses catalanes y vascos, los curas, los burócratas y políticos madrileños y cuneros, no le permiten desarrollarse, que se encuentra maniatada, asfixiada, incapaz de demostrarse a si misma que ya no quiere vivir sólo de las glorias del pasado sino de lo que sea capaz de construir en el presente y en el futuro. La España que bosteza, indiferente a todo, incapaz de ver más allá de sus narices, chillona, malcriada, ignorante, es la aliada perfecta de la otra, de la que no termina de morir y continúa machacando a un pueblo temeroso de romper con las cadenas que lo atenazan desde siglos.
Defender lo obvio decía Bertolt Brecht. Pues así es en nuestros días. Machado jamás habló de la España de los rojos y los azules, habló de la España que muere y la que bosteza, dos caras de la misma moneda, de la España mandona, reaccionaria, chata, menguada y egoísta y de la España mansa, quieta, indolente y servil gracias a mil años de latigazos; la otra, la que ha de guardar Dios, era la que luchaba por la libertad, por la solidaridad, por la cultura, la que se vio asaltada por los cañones un 17 de julio de 1936 y que él siguió defendiendo hasta el último día de su vida.
Por favor, ya que tenemos que pasar por la inmensa vergüenza de tener a uno de los más grandes poetas del mundo enterrado a la fuerza fuera de nuestras fronteras, no mienten a Antonio Machado en vano. Es muy fácil de entender, basta con leerlo.
DdA, XVI/4524
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