Se están normalizando en la vida pública expresiones y tácticas contrarias a la democracia como si fueran un componente más de la pluralidad. La equidistancia (malintencionada, cobarde o simplona), que deja entrar la arenilla autoritaria en la maquinaria de la democracia, es complicidad con el autoritarismo.
En el artículo que sigue, publicado en el diario La Voz de Asturias, se refiere el autor a algo que este Lazarillo cree que tiene relación con la reunión telemática celebrada por el consejo de PRISA en la que tomaron parte veinte personas, entre las que figuraba el expresidente del Gobierno Felipe González, cuya disconformidad con el Gobierno de coalición en ejercicio (en el que participa Unidas Podemos) es manifiesta, máxime después del proyectado impuesto solidario a las grandes fortunas. Dice Enrique: "Hubo unos días tambaleantes en los que alguien tan ajeno a la caverna como Iñaki Gabilondo era incapaz de denunciar el mal antidemocrático sin contextualizarlo con un Gobierno que «encadena errores». Ángels Barceló llegó a decir que no era cosa de grupos, sino de personas. Es una afirmación grave en un momento de fuerte presencia ultraderechista y de activismo ultra en el aparato del Estado. La avidez por llegar a Iglesias lleva a esa contextualización del mal que era parte de la infamia y a esa equidistancia entre la civilización y la barbarie que era barbarie (por cierto, se necesita un periodismo muy creativo para comparar la actuación de Iglesias con la de Abascal o Casado). Algo debió crujir en el ambiente para que en estos últimos días Gabilondo y Barceló hayan vuelto a su ser y hayan cargado contra PP y Vox sin tener que contrapesar su infamia con errores de un Gobierno que gestiona una situación crítica".
Enrique del Teso
El bien siempre necesita contexto. Por ejemplo, si los
impuestos financian de manera estable y justa la sanidad, una donación
millonaria a la sanidad pública es un acto noble. Pero si hay una
creciente evasión fiscal que
compromete el sistema sanitario, la donación es un engaño y una distracción. En
cambio el mal muchas veces muestra su condición en hechos aislados que no
requieren ninguna contextualización. Que Billy el Niño colgase a presos y les
golpease los genitales es una acción malvada en sí misma. Alfonso de Ussía
necesita saber si el preso es una hermana de la caridad para decidir si
quemarlo con cigarrillos era un acto perverso, pero esa necesidad de contexto
es ya parte de la infamia. La civilización exige que siempre se necesite
contexto para bendecir ciertos hechos y que no se necesite contexto para
condenar otros, que ningún beso sea por sí solo amor y que cualquier maltrato
sí sea por sí solo violencia. Puede ocurrir que se den actos malvados, de la
intensidad que sea, en dos partes en litigio. La reacción civilizada ante el
mal puede entonces ser tenida equivocadamente por equidistancia. Uno puede
reaccionar con repugnancia a que un etarra le pegue un tiro en la nuca a un
policía y a que Billy el Niño lleve a sospechosos etarras al límite de la
asfixia en aguas fecales. Eso no es equidistancia entre ETA y el Estado, es
repulsión al mal.
Cuando la inmoralidad se reparte entre distintos
grupos, la equidistancia no se puede reprochar. Lo que sí merece reproche es la
equidistancia entre el bien y el mal. La equidistancia entre la democracia y el
totalitarismo solo puede ser debida a la mala fe, a la cobardía o a la
simpleza. Se están normalizando en la vida pública expresiones y tácticas
contrarias a la democracia como si fueran un componente más de la pluralidad.
La equidistancia (malintencionada, cobarde o simplona), que deja entrar la arenilla
autoritaria en la maquinaria de la democracia, es complicidad con el
autoritarismo.
Es antidemocrática toda pretensión de anular el efecto
de unas elecciones. Es democrático que haya fuerzas que quieran derribar al
Gobierno desde el primer momento. Pero no lo es que desde el principio decreten
que el Gobierno investido por un Parlamento votado en las urnas es ilegítimo y
que se pretenda una medida de excepción que enmiende las votaciones. A ello se
aplicaron las derechas, sus lacayos mediáticos y esa parte antañona del PSOE que cree que las
elecciones son solo el pase infantil y que la verdadera función tiene que ser
la que ellos digan. No hay que rasgarse las vestiduras, en democracia son normales
los silbidos antidemocráticos. Pero la fuerte presencia de un partido fascista
en la Cámara, la asimilación del PP a sus propósitos y
la alteración de la pandemia hicieron asfixiante el mensaje autoritario. Se
hicieron normales los llamamientos a gobiernos de salvación con intervención
del ejército o a gobiernos «de los que saben» nombrados por no se sabe quién.
Se generalizó hasta lo insoportable el bulo y la falsedad en medio de una
emergencia sanitaria. La crítica al Gobierno rebasó ese punto en el que ya no
se busca una mayoría alternativa, sino una actuación de fuerza: cuando se dice
que un Gobierno es corrupto, incapaz o injusto, con la intensidad que sea, se
pretende un derribo político; cuando se dice que es asesino, que esconde
material sanitario a la población y que quiere matar a los ancianos, no se
busca política, sino una actuación de excepción y de fuerza. Se avanza en un
sectarismo judicial que no se parece a Venezuela, sino a Brasil; los órganos
judiciales se renuevan cuando gana el PP, el PP bloquea la renovación cuando
pierde y así se va haciendo estructural su politización partidaria. La
combinación de un demente acoso judicial con la reducción del Parlamento a caja
de resonancia de insultos gruesos es la perversión burlona de la democracia que
siempre buscan los ultras. Un cuerpo armado manipula datos y presenta como
informe un corta y pega de titulares de prensa ya desmentidos; ya se había
utilizado a esos cuerpos armados para fabricar pruebas falsas contra partidos
políticos. La crispación parlamentaria es tal que a todos los efectos están
inutilizadas las cámaras.
El episodio del off the record de Irene Montero marca el nivel de deterioro de la convivencia y la necesidad de reafirmación democrática enérgica. Cuanto más polarizada esté la sociedad, menos mueven las conductas los razonamientos y los hechos y más las mueven los prejuicios y los odios.
Es un sarpullido antidemocrático. Cada afirmación y
cada táctica antidemocrática es un mal de esos que deben ser percibidos como
mal sin falta de contexto. Contrapesar las maniobras ultras urdidas en la Guardia Civil y
los alaridos tabernarios de Vox en el Parlamento
con «errores» del Gobierno, para no parecer que se está en un bando, es ese
tipo de equidistancia entre la barbarie y la civilización que fortalece lo
único que hay entre la barbarie y la civilización: barbarie. La prensa de la
caverna es parte del sarpullido. Pero se agrava con los efectos de un triple
frente sobre Pablo Iglesias: ideológico, porque es rival natural de la derecha;
táctico, porque es el punto débil de Sánchez; y personal, porque determinados
personajes influyentes en PRISA, que no soportan a Sánchez, no aceptan la
influencia de Iglesias ni que ande cerca de los secretos del CNI. Feo o guapo,
esto es democracia en normal funcionamiento. El problema es que el legítimo
afán de derribar a un gobierno en el que esté Iglesias impulse a esa
equidistancia que normaliza el mal antidemocrático. Hubo unos días tambaleantes
en los que alguien tan ajeno a la caverna como Iñaki Gabilondo era
incapaz de denunciar el mal antidemocrático sin contextualizarlo con un
Gobierno que «encadena errores». Ángels Barceló llegó a decir que no era cosa
de grupos, sino de personas. Es una afirmación grave en un momento de fuerte
presencia ultraderechista y de activismo ultra en el aparato del Estado. La
avidez por llegar a Iglesias lleva a esa contextualización del mal que era
parte de la infamia y a esa equidistancia entre la civilización y la barbarie
que era barbarie (por cierto, se necesita un periodismo muy creativo para
comparar la actuación de Iglesias con la de Abascal o Casado). Algo debió
crujir en el ambiente para que en estos últimos días Gabilondo y Barceló hayan
vuelto a su ser y hayan cargado contra PP y Vox sin tener que contrapesar su
infamia con errores de un Gobierno que gestiona una situación crítica. Hasta le
reconocieron aciertos y sensibilidad social. Eso es lo de menos. No están
obligados a defender al Gobierno ni a ser progresistas. Pero sí están obligados
a defender la democracia.
El episodio del off the record de Irene Montero marca
el nivel de deterioro de la convivencia y la necesidad de reafirmación
democrática enérgica. Cuanto más polarizada esté la sociedad, menos mueven las
conductas los razonamientos y los hechos y más las mueven los prejuicios y los
odios. El vídeo de Montero es absolutamente irrelevante. Más allá de las
connotaciones sociales algo pijas de algunas expresiones, el vídeo es una
conversación normal sin sustancia informativa. En una situación saludable, para
emplear ese vídeo con mala fe habría que manipularlo, editarlo,
descontextualizar expresiones o truncar frases. Lo que da idea de la
degradación del momento es que eso no haga falta, que se pueda mostrar al
natural el vídeo y mentir con la mayor alegría sobre lo que se dice en el
vídeo. Es indicio de que los hechos palmarios no afectan a las convicciones. Se
suelta un vídeo inútil, no se apela a la vista ni al oído sino a prejuicios e
inquinas y se acepta como real lo que ni se ve ni se oye en el vídeo. Y no es
buena señal tampoco que esos capos que mangonean informes en la Guardia Civil
lo eleven a la peculiar causa abierta contra José Manuel Franco. O tienen un
berrinche o se dejan caer en el área sin disimulo porque confían en la
parcialidad del árbitro.
Desde luego lo tienen difícil. No es fácil reducir la
democracia al montón de escombros que vemos en Brasil o Hungría (no nos
engañemos, de momento, con EEUU). Y en el PP saben que se la están jugando.
Pero sí pueden conseguir que salgamos de esta pandemia con convicciones y
moralidad adelgazadas. Con el mal no se especula ni se hacen cálculos.
La Voz de Asturias DdA, XVI/4520
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