domingo, 21 de junio de 2020

LOS MINEROS DEL POZO SAN JORGE



Manuel Maurín

Tras salir de la jaula, los mineros del San Jorge de Caborana avanzaban desperdigados hacia el cuarto de aseo, previo paso por la lampistería, donde dejaban los focos y las baterías. De camino iban atravesando un espacio segmentado por los haces de vías y salpicado de instalaciones y edificios que gravitaban en torno al castillete y la casa de máquinas. Los montones de madera apilada y algunas vagonetas en desuso de las antiguas minas de montaña de Legalidad y Cutrifera se interponían también en el trayecto que seguían por la anchurosa plaza del nuevo pozo.
Más allá de la apariencia común que les proporcionaba la ropa de trabajo, al irse desnudando se percibían mejor los matices cromáticos que cubrían cada cuerpo y revelaban la tarea y hasta la capa en la que habían estado destinados. También afloraban las huellas de los accidentes que la mina les iba dejando como legado impreso en la piel.
Los picadores y los guajes que los acompañaban lucían, altivos, el negro intenso de la hulla que arrancaban en las ramplas y los coladeros, abrillantado por el sudor del esfuerzo extremo. Eran quienes se las veían con el frente de carbón, los derrabes y el grisú, los que masticaban la densa nube polvorienta que se levantaba al clavar el puntero de los martillos neumáticos en las venas y las regaduras de la Vicentera, la Prevenida o la Turquina.
Cuando el agua de las duchas les devolvía el color natural, aún permanecía el maquillaje oscuro de los párpados y los tatuajes azulados que les dejaban los costeros y las esquirlas al desprenderse del techo.
A los barrenistas, que venían de avanzar sobre la pizarra del corte, les cubría el polvo ceniciento de la sílice, el mismo que agujereaba sus pulmones y les acortaba la vida; y a algunos artilleros que se turnaban con ellos en el confín de la mina se les veían las cicatrices granuladas de las explosiones de la dinamita como si fueran leprosos salidos de las profundidades de la tierra.
Los posteadores y maderistas llegaban con el hacho al hombro y superponían al fondo oscuro de la piel los pigmentos asalmonados de la corteza del pino silvestre que se usaba para apuntalar los talleres y levantar castilletes de protección.
Caballistas y trenistas, camineros y otros que se ocupaban de los trabajos de retaguardia, lavaban sus rostros de negro mate, propio de las galerías y los transversales.
Todos colgaban en las perchas el casco, negro también, las botas y los monos, y llevaban a casa la bota y la fardela, su principal cordón umbilical con el mundo exterior.
En los espejos de un cuarto separado y exclusivo se reflejaban los semblantes progresivamente aclarados de vigilantes, capataces e ingenieros, coronados con casco blanco.
Y enfrente del edificio de aseos estaba la oficina donde el Ingeniero Jefe, que solo bajaba a la mina de vez en cuando, recibía las visitas con tez escuálida, camisa blanca y pantalón de rayas.

      DdA, XVI/4535     

No hay comentarios:

Publicar un comentario