lunes, 8 de junio de 2020

EL COREANO QUE HABLABA CON LO AZULEJOS EN AVILÉS


Manuel Maurín


Para construir la fábrica y las viviendas necesarias ENSIDESA había reclutado a miles de jornaleros en las regiones más pobres del sur, pero la pequeña ciudad no tenía capacidad de acogida, por lo que en aquellos años se configuró un hábitat provisional, informal y tan precario como denigrante. Él mismo, tras dos años empleado en las subcontratas de la empresa, había mejorado su situación pasando de dormir en las grandes tuberías de hormigón y las chabolas improvisadas a pie de obra, a compartir un barracón algo decente con otros doce albañiles extremeños y castellanos; o sea, coreanos también.
Lo de la orina lo repetía cada día desde que, recién llegado muerto de hambre, se lo vio hacer al azulejista con el que empezó a trabajar en la construcción del poblado de Llaranes pues, al no poder utilizar guantes para manejar las piezas con destreza, el contacto permanente con el yeso y el cemento provocaba irritaciones que el curioso remedio aliviaba protegiendo la piel como una crema. También aprendió de él a hablar con los azulejos, que a veces se le rebelaban con malicia:
- ¡Me cago en tu puta madre, si no encajas como es debido te rompo en mil pedazos!
Después de itinerar con la llana y la paleta por todos los poblados en construcción podía percibir como las diferencias de tamaño y calidad de las viviendas estaban claramente relacionadas con la jerarquía en la empresa, en la que se preveían infinidad de categorías laborales. La cantidad, calidad y color de los azulejos que le entregaban cada mañana le permitían saber si iría a alicatar el aseo de una vivienda minúscula para especialistas (como paradójicamente se denominaba a los obreros de nivel más bajo) en la Marzaniella, para peones en los bloques de tipo C de Llaranes, los más comunes del emblemático poblado o, como era el caso, para oficiales de primera en el ático de Las Estrellas.
También había comprobado que los azulejos de las viviendas modestas eran más dóciles y amables, y a pesar de su ínfima calidad evitaban complicarle la tarea, lo que agradecía sinceramente:
-Gracias “muchachinos”, así me gusta, que haya amistad entre nosotros (y llegaba a darles besos cuando obtenía el corte deseado a la primera).
Su peor experiencia la tuvo en los bloques para ingenieros de González Abarca, incrustados en un solar privilegiado de la propia Villa, con pisos de trescientos metros, jardines y un club particular. Como ya se imaginaba por experiencia los azulejos, de diseño exclusivo y esmaltado de gran delicadeza, le hicieron la vida imposible, rompiéndose caprichosamente y llamándole coreano en cuanto se daba la vuelta para preparar la lechada hasta que, desesperado, arrojó una caja entera desde la azotea, haciendo añicos toda la cerámica que contenía.
Cuando por fin, tras una dura reprimenda, lo enviaron al humilde poblado de Garajes, situado al pie de los gasómetros, se sintió reconfortado al encontrarse de nuevo con azulejos ordinarios, de blanco hueso, a los que cariñosamente llamaba sus “niños chicos”.

DdA, XVI/4521

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