Raúl Solís
Salí del armario hace 15 años de una forma traumática. Parece que fue ayer, pero ha llovido mucho en cuanto a avances LGTBI se
trata. Traumática para mí, porque no di el mayor ruido. Con 22 años, harto de
sentir frío en agosto, de escuchar a mi madre decir que a su hijo le pasaba algo porque no salía
de la habitación, de estar solo y vivir en la insatisfacción plena, cogí una
maleta con cuatro cosas, me monté en un tren regional de Mérida
a Madrid –que, por cierto, tardaba entonces
menos que ahora- y en Madrid cogí otro tren a Gijón.
Me fui casi sin decir adiós. Sólo se lo dije a mi madre, porque de la pena
que tenía no podía mantenerle la mirada a nadie. Los armarios no sólo nos
roban años de vida, también nos roban las relaciones humanas de las que huimos por miedo a
que se descubra nuestro gran secreto. En una mirada, en un grito mal dado, en un movimiento ligero de mano, que
alguien sepa leernos los pensamientos…Todo son sospechas
y miedos.
Si pudiera recuperar alguna cosa de las que me ha robado el armario, sin
duda, sería poder relacionarme con mis hermanos y con mis
padres de otra manera. Mi huida de mí mismo
me robó tener más complicidad con mi madre y tener conversaciones con mis hermanos como las que tienen ahora mis
sobrinos entre ellos.
Los armarios nos han robado también saber qué es
enamorarse en la adolescencia. Las personas
LGTB teníamos nuestra primera experiencia sexual sin caricias, sin besos y sin complicidad. Como si estuviéramos
robando, de forma clandestina, a escondidas, sabiéndonos en pecado y sospechando que nunca seremos
dignos de ser amados. Conjugo los verbos en pasado porque me gustaría pensar
que ya no ocurre.
Por conversaciones que he tenido con otros amigos gais, casi todos
coincidimos en que alguna vez en nuestra vida nos hemos sentido sucios después
de tener sexo con alguno de nuestros amantes. Ser homosexual ha equivalido
durante siglos a sentirse sucio, pecado y delito.
A mí los armarios me robaron tener amigos de infancia, saber qué es dar un beso de amor a los 15 años, tener momentos de
complicidad con mis hermanos, contarle a mi madre el niño del colegio que me
gustaba –aunque me gustaban más los profesores- y la seguridad que todo ser
humano necesita para crecer sin traumas en su edad adulta.
Desde Asturias, donde me hice
libre sin testigos de por medio, llamé un día por teléfono a mi madre y le dije
que era homosexual y que ese era el motivo de mi huida, de mis ausencias y de una adolescencia tan complicada en la que sólo era feliz estando solo.
Nunca nadie de mi familia me preguntó cómo estaba, cómo lo había vivido o
me ha preguntado si tengo pareja o si me gusta algún hombre. Es un tema
tabú todavía, aunque a veces creo que se
debe más al pudor de quienes no saben cómo romper el hielo que a un rechazo implícito.
No hay rechazo, hay vergüenza, desconocimiento y miedo a ofender. Muchas
veces he echado de menos alguna pregunta de mis hermanos o de mis padres, pero estos
días, que estoy publicando en mis redes
sociales contenido sobre el Orgullo LGTBI, uno de mis hermanos, con el que más lejanía tenía, no para de darle me
gusta a las publicaciones que hablan de lo
que yo soy y de lo que tanto tiempo callé.
Yo sé que mi hermano me está queriendo decir que me apoya, que me
quiere, incluso que le perdone, que le gustaría
tener una conversación conmigo, que hemos perdido mucho años de nuestra vida
por culpa de los armarios, que ojalá hubiésemos sido más cómplices y que ahí
está él para lo que haga falta.
Por eso sigue siendo tan importante conmemorar el Orgullo, poner banderas en los balcones, llenar las redes de noticias, fotos y vídeos, salir
a la calle a manifestarnos, leer literatura LGTB y romper los armarios. Nunca
es tarde para que un hermano nos diga que nos quiere.
La última hora DdA, XVI/4542
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