sábado, 23 de mayo de 2020

ENSALMO DE LUZ EN PEÑA SANTA


Hace bien Pablo Batalla en ilustrar con esta fotografía el magníico texto con el que a modo de coda termina su magnífico libro La virtud de la montaña (E. Trea), que este Lazarillo ha recomendado reiteradamente en este DdA, no solo a quienes aman las cumbres sino a los que sólo las perseguimos con mayor o menor energía por el placer de respirar más alto. El texto hace referencia a la bajada de Collado Jermoso un día de nube, a primera hora de la mañana, cuando "Peña Santa se nos iluminó -dice Pablo- como por ensalmo". Nos advierte el autor que la fotografía está algo retocada para añadirle algo de contraste, pero también nos asegura que fue cierta la mirada de asombro, como testimonia lo escrito:


AMANECER
El alba se arrebujaba detrás de una frazada espesa de cirros entreplomizos, como un adolescente haragán rehuyendo el madrugón de la escuela o, mejor, un borrachín resacoso: el día anterior había sido espléndido de toda esplendencia; una inundación gozosa de luz y de calor impropia de los idus de octubre. Aquel capote gris no obstaculizaba ahora la visión de nada de lo visible desde el otero a que nos había elevado la senda de Collado Jermoso hacia Liordes, pero un universal desvaimiento echaba a perder el paisaje. Veíamos el rostro completo de Peña Santa, pero no en la magnificencia estentórea con que ayer se nos había manifestado, sino malbaratada en una versión lúgubre, macilenta. No se le arrebataban del todo los carismas divinos: era pese a todo una presencia grande, hierática, con esa silueta suya de diosa al mismo tiempo madre del cosmos, señora de la guerra, campeona de la belleza y erudita de todos los saberes; pero era una diosa triste o baja de autoestima, que abjuraba del ejercicio de tales supremacías. Decepcionados, reanudábamos ya la marcha cuando advino el milagro. Un abracadabrante resplandor ambarino vino a apoderarse de la dama, mas solo de la dama. Seguía siendo lóbrega la tez de la inmensidad y completamente tupido el cortinón que velaba el cielo; y aquella incandescencia de oro bruñido no venía de ningún sitio; no había un lucernario que la explicase y uno juraría, en cambio, que insurgía de las propias reconditeces de la montaña, tal que un sudor de fuego fantasmagórico. Mi alma efervesció entonces en un estupor inédito en cuyo humo quise reconocer bosquejos de los iconos del viejo y descreído catecismo: la zarza parlanchina del Sinaí, las lenguas pentecostales del fuego de Yavé. Luego me sentí acometido por el abrazo de una invertebrada esperanza; de un como deseo de que aquella fosforescencia fuera derramándose al mundo entero creciendo inexorable a partir de la Peña, como el núcleo descalabrado de un reactor nuclear, aluzando la tierra y a los hombres, agostando su radiación inversa los males todos. Creía, aunque no sabía en qué; llegué a estar convencido, sofocado todo raciocinio, de sernos enviado un mensaje, pero no sabía cuál. Y de pronto, como habiéndonos detectado indignos de aquella ignota revelación, la tea dejó de serlo, Peña Santa volvió a apagarse, y en el gris que volvía a apoderarse de ella quisimos ver ahora las cenizas de una ardida hermosura; de un edén abrasado e irrecuperable.
DdA, XVI/4506

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