Félix Población
La inmediata posguerra gijonesa no conoció mis pasos por el Parque Infantil del centro de la villa, al lado de la llamada Plaza o Mercado del Sur, no solo porque faltaban bastantes años para que yo naciera, sino porque iba a hacerlo lejos de la tierra de mis padres, a la vera del Mediterráneo, como consecuencia del destierro al que la dictadura sometió a un joven ferroviario sindicalista, como tantos otros.
Al fondo de la imagen, a la derecha, se observa una de las chimeneas de la antigua Fábrica de Vidrios, que por los años cuarenta -de los que data la fotografía- todavía funcionaba. Mi niñez sólo conoció el gran solar que quedó tras su derribo, a disposición de los juegos de la chiquillería y como polvoriento o encharcado y embarrado ámbito para la instalación de los circos ambulantes y las ferias.
De todo el edificio únicamente quedó habitable una vieja casona con la fachada blanca y una larga escalera interior recta en su interior que conducía hasta la puerta de una vivienda, en la que creo residía uno de mis compañeros de juegos que me parece se llamaba Octavio y comía merucos (gusanos) por una perrona y hasta por una perrina (monedas de diez y cinco céntimos) ante nuestra mayúscula y asqueada perplejidad.
Una vez en esa casa murió alguien, puede que el abuelo o la abuela de ese amigo, y a todos los peques del parque nos intrigaba lo trabajoso que iba a resultar para los empleados de la funeraria bajar el féretro por aquella pina, oscura y estrecha escalera con sus desgastados peldaños de madera. No pudimos comprobarlo por el respetuoso cerco de asistentes circunspectos que rodeó el traslado del difunto, en el que no faltaban varios sacerdotes y algunos monagos, pero sí tengo bien grabada la impresión mezcla de zozobra y miedo que me causó ver el traslado a hombros del cadáver hasta la barroca carroza fúnebre, que por entonces era tirada todavía con tracción de sangre, con dos o cuatro caballos -según tarifa- revestidos de gualdrapas y penachos negros, y un uniformado conductor en el pescante, tocado con un peculiar sombrero también negro.
Puede que fuera esa la primera vez que me acerqué al espectáculo de la muerte, muy cercana en el tiempo posiblemente a la ocasión en que mis padres me instaron a despedirme de la abuela, una vez encerrado su pequeño cuerpo en el féretro que se colocó en la habitación donde me contaba las historias de miedo de La Guaxa, quizá para que yo la abrazara al sentirlo cuando ya estaba enferma.
Los cirios en la cabecera del ataúd daban a su rostro un color cerúleo de ausencia remota, pero sin embargo parecía como si la muerte hubiera estirado su piel, que me pareció más tersa que en vida, después de que el corazón se le apagara en el sillón de orejas granate del comedor, debajo del reloj de pared al que siempre daba cuerda el abuelo subido a una silla. El abuelo decía que un reloj con campanadas hacía mucha compañía, por lo que no se perdonaba el olvido de dar rosca a la cuerda. Las campanadas sonaban más vivas y aceleradas entonces, como si las horas cobraran aliento.
La misma tarde del día en que murió la abuela Josefa yo le conté lo de su piel a mi prima Tere, después de que se quitara la diadema que llevaba en el pelo y me tendiera el peine como hacía a veces para que yo la peinara al sol de la galería. Mientras la peinaba, acordamos sin ningún género de dudas que si a la anciana se le había vuelto la piel así de tersa debía de ser porque su alma ya estaba a la diestra de dios padre y su sola presencia la rejuvenecía.
Puede que nos consolara bastante esa hipótesis porque a la tarde siguiente ya estábamos jugando en el parque con nuestros amigos como si tal cosa, aunque yo recordase por un momento que cuando la abuela estaba sentada en uno de los bancos próximos al estanque, siempre se dormía tan profundamente que a veces me hacía pensar que estaba muerta. La abuela siempre decía, al despertarse, que nada como el sonido del agua en el surtidor para conciliar el sueño.
Quizá por recordar esto, no pude evitar aquella tarde la escucha del agua por un instante en el estanque del parque con los ojos cerrados, y pensar por primera vez de modo muy fugaz en la pena que sentía por no volver a ver a la abuela nunca más en el banco donde se quedaba traspuesta. La abuela iba ya a estar dormida para siempre, al lado seguramente de un gran surtidor que debía de manar en el alto cielo.
*Este y otros textos de la memoria gijonesa formarán parte del libro de próxima publicación Las nieves del tiempo.
DdA, XVII/4720
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