Manuel Maurin
Cargado apenas con la
escopeta y el zurrón, Frasinelli llevaba más de una semana recorriendo las
montañas de Covadonga y su figura de caballero respetable había sufrido una notable
metamorfosis, con la barba crecida y la piel convertida en un agrietado pellejo
de cuero.
Desde su primera
incursión en los Picos de Europa, años atrás, el alemán de Corao -como se
referían a él los vecinos de la comarca- estaba emocionalmente atrapado en los
laberintos de torres y jous que configuraban aquel relieve intrincado y su
adicción a la naturaleza calcárea no dejaba de crecer.
Tras franquear la Torre
de Santa María abatió un rebeco y lo bajó al hombro hasta el arroyo de Pomperi,
uno de los pocos regatos que afloran entre las rocas absorbentes del macizo
convirtiendo su superficie en un paisaje árido, aunque salpicado de pequeños
oasis de verdor en los que se asienta la vida pastoril.
A la sombra de las
hayas, abrió la pieza en canal y extrajo el hígado y los riñones para asarlos
en la chapa de lata en la que también tostaba cada día una ración de harina de
maíz. La asadura y el cereal constituían su dieta básica cuando se perdía por
Los Picos, donde también alimentaba la imaginación para diseñar el proyecto de
construcción de la Basílica de Covadonga que le había encargado el obispo de
Oviedo.
Después de comer, depositó el cuerpo del animal sobre un mogote para que lo pudiesen localizar
los alimoches que anidaban en los cantiles cercanos y siguió descendiendo hacia
las Vegas del Bricial y el lago Enol, sin dejar de aprovechar los últimos
neveros para deslizarse desnudo y disfrutar del frío ardiente que le
proporcionaba el roce con los cristales de hielo.
Entre tanto, un pastor
de Gamonedo que había estado observándolo sigilosamente llegó a la conclusión
de que el alemán no era más que un monstruo disfrazado de persona. ¿Por qué
devoraba únicamente las vísceras de los animales, como hacían los cuélebres con
las mozas casaderas, y ofrecía después al diablo el cuerpo sacrificado?, ¿por
qué se revolcaba en la nieve si no era para apagar el fuego que guardaba en sus
entrañas?
Con la finalidad de
esclarecer el enigma, el pastor lo siguió hasta Corao y esperó nuevos
acontecimientos. En efecto, al anochecer vio la inconfundible sombra espigada
salir de la casona en que habitaba y dirigirse a una cueva que había en las
afueras del pueblo, nada menos que la conocida como Cueva del Cuélebre, sobre
la que se contaban mil historias truculentas. Al poco, salió volando del
interior del abrigo rocoso una lechuza blanca (amaestrada por Frasinelli) y el
pastor, aterrorizado y afianzado en su versión, fue a contársela a otros
vecinos, sabedores ya de la afición del alemán por recluirse en la susodicha
cueva, que utilizaba como gabinete y estudio.
Durante la noche, el
contubernio vecinal estuvo pensando cuál sería la mejor fórmula para deshacerse
del dragón, optando por ofrecerle cantos rodados al rojo vivo como si fuesen
riñones humanos, mientras el alemán aprovechaba la inspiración que le
facilitaba el ambiente carbonatado de las estalactitas para trabajar, a la luz
del candil, en los planos de la basílica.
Cuando salió
al exterior por la mañana, los aldeanos esperaban preparados para darle muerte,
pero se quedaron atónitos al verlo aseado y amable, enseñándoles los dibujos
que había hecho del templo y la cripta y ofreciéndoles manzanas de muchas
clases que cultivaba en su huerta experimental. Los hombres se retiraron
cabizbajos, agradeciendo la invitación, y volvieron a sus casas sin saber si
aquel personaje, sin duda extravagante, era un santo o un diaño.
DdA, XVI/4514
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