domingo, 31 de mayo de 2020

EL ALEMÁN DE CORAO Y LA CUEVA DEL CUÉLEBRE


Manuel Maurin

Cargado apenas con la escopeta y el zurrón, Frasinelli llevaba más de una semana recorriendo las montañas de Covadonga y su figura de caballero respetable había sufrido una notable metamorfosis, con la barba crecida y la piel convertida en un agrietado pellejo de cuero.

Desde su primera incursión en los Picos de Europa, años atrás, el alemán de Corao -como se referían a él los vecinos de la comarca- estaba emocionalmente atrapado en los laberintos de torres y jous que configuraban aquel relieve intrincado y su adicción a la naturaleza calcárea no dejaba de crecer.

Tras franquear la Torre de Santa María abatió un rebeco y lo bajó al hombro hasta el arroyo de Pomperi, uno de los pocos regatos que afloran entre las rocas absorbentes del macizo convirtiendo su superficie en un paisaje árido, aunque salpicado de pequeños oasis de verdor en los que se asienta la vida pastoril.

A la sombra de las hayas, abrió la pieza en canal y extrajo el hígado y los riñones para asarlos en la chapa de lata en la que también tostaba cada día una ración de harina de maíz. La asadura y el cereal constituían su dieta básica cuando se perdía por Los Picos, donde también alimentaba la imaginación para diseñar el proyecto de construcción de la Basílica de Covadonga que le había encargado el obispo de Oviedo.

Después de comer, depositó el cuerpo del animal sobre un mogote para que lo pudiesen localizar los alimoches que anidaban en los cantiles cercanos y siguió descendiendo hacia las Vegas del Bricial y el lago Enol, sin dejar de aprovechar los últimos neveros para deslizarse desnudo y disfrutar del frío ardiente que le proporcionaba el roce con los cristales de hielo.

Entre tanto, un pastor de Gamonedo que había estado observándolo sigilosamente llegó a la conclusión de que el alemán no era más que un monstruo disfrazado de persona. ¿Por qué devoraba únicamente las vísceras de los animales, como hacían los cuélebres con las mozas casaderas, y ofrecía después al diablo el cuerpo sacrificado?, ¿por qué se revolcaba en la nieve si no era para apagar el fuego que guardaba en sus entrañas?

Con la finalidad de esclarecer el enigma, el pastor lo siguió hasta Corao y esperó nuevos acontecimientos. En efecto, al anochecer vio la inconfundible sombra espigada salir de la casona en que habitaba y dirigirse a una cueva que había en las afueras del pueblo, nada menos que la conocida como Cueva del Cuélebre, sobre la que se contaban mil historias truculentas. Al poco, salió volando del interior del abrigo rocoso una lechuza blanca (amaestrada por Frasinelli) y el pastor, aterrorizado y afianzado en su versión, fue a contársela a otros vecinos, sabedores ya de la afición del alemán por recluirse en la susodicha cueva, que utilizaba como gabinete y estudio.

Durante la noche, el contubernio vecinal estuvo pensando cuál sería la mejor fórmula para deshacerse del dragón, optando por ofrecerle cantos rodados al rojo vivo como si fuesen riñones humanos, mientras el alemán aprovechaba la inspiración que le facilitaba el ambiente carbonatado de las estalactitas para trabajar, a la luz del candil, en los planos de la basílica.

Cuando salió al exterior por la mañana, los aldeanos esperaban preparados para darle muerte, pero se quedaron atónitos al verlo aseado y amable, enseñándoles los dibujos que había hecho del templo y la cripta y ofreciéndoles manzanas de muchas clases que cultivaba en su huerta experimental. Los hombres se retiraron cabizbajos, agradeciendo la invitación, y volvieron a sus casas sin saber si aquel personaje, sin duda extravagante, era un santo o un diaño.

DdA, XVI/4514

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