Fulgencio Argüelles
¿En medio de esta borrachera de opiniones y de balcones estaremos perdiendo el oído necesario para captar la música de las buenas voluntades? Había un maestro tañedor de lira que obligaba a sus discípulos a oír a un mal intérprete para que aprendieran a odiar sus disonancias y sus falsas medidas. Lo cuenta Pausanias. ¿El sonido de las tripas nos aturde la razón y por eso sustituimos las palabras por los eructos? Nunca hubo tanto ruido en medio de tanto silencio. Nos pasamos las horas rumiando incertidumbre con nuestro plumaje blanco y, al menor contratiempo, por causa del más inofensivo gesto, la piel se nos vuelve roja y el cabello se nos encrespa y la boca se nos llena de regüeldos dudosos y malolientes eructos.
Sufrimos una especie de dimorfismo comportamental. Exhibimos nuestra tendencia a la soledad y nuestro gusto por la discreción, pero lo hacemos ante un público que nos aplaude. Nos retorcemos en disonante cólico mental siendo y no siendo a la vez, estando y no estando, escuchando y cerrando los oídos, yendo y viniendo y olvidando al instante el tránsito, como si la ciudad habitada por nosotros fuera un ámbito creado por y para nosotros, como si en ese lugar hubiera un solo habitante y lo demás fueran ruidos y suburbios. “Yo soy los suburbios de una ciudad que no existe”, decía Pessoa. De tanto mirarnos al espejo acabamos creyendo que somos los inventores de los espejos.
El rostro de nuestro mundo se está desfigurando. Basta un silencio, un mirarse un instante por dentro, un sujetarse las tripas y contener el eructo, un abrir de par en par las ventanas de la razón, y, entonces, la mayoría de los discursos nos parecerán vacíos. ¿Seremos capaces de apreciar las disonancias, esas falsas medidas de los malos intérpretes? Si abrimos los ojos del corazón seremos capaces de distinguir la información de la opinión, el error de los que actúan de la vanagloria de los que gritan, el tropiezo de quienes caminan de la zancadilla de quienes acechan, la buena voluntad del odio.
La intolerancia política es ya en sí misma una forma de hacer política. Aceptar algo parido por el otro es aceptar al otro, y el objetivo principal no es el bien común, sino el aniquilamiento del otro. Hay quienes, incluso, se permiten odiar en nuestro nombre. Y exigen libertad de expresión con el odio en los ojos, el sable en las manos y la boca llena de eructos. Corremos el peligro de dejarnos llevar por el ruido de los exabruptos y olvidar cómo deben discurrir los pleitos del entendimiento: exposiciones argumentadas, discusiones reflexivas y conclusiones razonables.
No podemos responder al odio con el odio, al insulto con insultos. No seremos capaces de argumentar contra el odio si sólo abrimos los ojos para mirarnos al espejo. Al complejo universo del entendimiento se aproximan las nubes de la memoria resentida, los afanes desmedidos y los implacables relámpagos de la ingratitud. Entonces el entendimiento se ensucia con proyecciones abyectas, intereses innobles y otros mecanismos de ignominiosa defensa que nos arrancan la dignidad. Cuando esto ocurre nuestro espíritu se empobrece en la fiebre de la obstinación, porque no alcanzamos a ver más allá de nuestras pantagruélicas e interesadas narices. Los micrófonos, los escaños o los púlpitos refuerzan la voz, pero no necesariamente los argumentos. Gritamos para tener razón y olvidamos que ésta procede a menudo del silencio y se expresa no con gritos sino en forma de pausados argumentos.
Esta peste prolongada y dañina se ha apoderado de nuestro entendimiento. No parece difícil. Sólo hay que recoger las voces de unos y de otros y reflexionar sobre ellas. Hablar no es arrojar sucios espumarajos por la boca. Ya incluso parece lícito hablar sin decir o hablar para mentir.
Sufro hartazgo de esas músicas estridentes y disonantes de las liras de plástico. Estoy harto de quienes nada hacen y sólo eructan. Uno siente la tentación de Séneca: dejarse morir con tal de no volver a escuchar los cánticos de Nerón. Hasta las opiniones más vulgares y fortuitas deben ser expuestas y consideradas, pero siempre bajo la condición de ser justa e inteligentemente discutidas desde el ámbito de la transigencia. De esta manera evitaremos el vicio de la obstinación. Y así nuestros ojos volverán a discernir las palabras sabias de los ruidos estridentes.
El Comercio/ DdA, XVI/4499
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