jueves, 30 de abril de 2020

SIEGFRIED MEIR, QUE HIZO MEMORIA PARA CERRAR LOS OJOS LLENO DE LA MEJOR LUZ

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Toni Álvaro
Ha muerto Siegfried Meir Bacharach, niño superviviente de Auschwitz. Han muerto con él, Luis Navazo, nacido en la calle Quijote de Madrid; y Jean Siegfried, figura de la chanson allá por los años 50. Han muerto también un galerista de arte africano, un creador de moda, un restaurador de éxito y un rey de la noche ibicenca.
Siegfried Meir nació en Frankfurt en 1934. Familia judía ortodoxa. Malos tiempos, pues, y no sólo para la lírica, para lo más prosaico también. Siegfried no puede ir al colegio, ni entrar en tiendas, ni jugar en parques…sí, el fascismo se parece bastante a la Covid19, es un virus para el que muchos gobiernos se inhiben buscando vacuna. En aquellos tiempos todos miran para otro lado.
La familia Meir Bacharach es deportada a Auschwitz. Siegfried, tiene 9 años, se convierte en el número 117.943. Lo normal (la normalidad tiene recovecos muy inquietantes) era que lo destinaran de inmediato a la cámara de gas. Tuvo suerte y pudo escabullirse con su madre. En un barracón de mujeres permaneció a salvo, oculto entre los colchones y mantas de las literas, y vio morir a su madre de tifus. Desesperado, se presenta a los guardias de las SS, a los que cae en gracia con su pelo rubio, ojos azules y perfecto alemán. El alemán perfecto, vaya. Lo mandan a los barracones de los hombres. Su padre ha sido asesinado hace tiempo.
Infectado de tifus, Meir sanará gracias a las atenciones del doctor Mengele, al que también cae en gracia ese pequeño de aspecto ario. La vida de Meir empieza a ser una concatenación de pequeños milagros. O inmerecida potra, que el pequeño Meir hace tiempo que ha dejado de creer en Dios.
Ante la proximidad del Ejército Rojo, Siegfried forma parte de una de las marchas de la muerte hacia Mauthausen, primero en un tren de vagones descubiertos a severas temperaturas bajo cero que dejan vidas congeladas en el tiempo, luego a pie. Pierde el conocimiento y se da por muerto. Cuando vuelve a abrir los ojos, está en Mauthausen. Alguien, al que no conocerá nunca, lo ha llevado en brazos para no dejarlo morir en una cuneta.
En Mauthausen se hará cargo de él un republicano español. Saturnino Navazo, al que los gerifaltes del campo han dejado vivir porque juega muy bien a fútbol. Saturnino cuidará de él hasta la liberación. Y cuando tras la liberación el destino de Siegfried apunta a un orfanato, Saturnino lo adopta. Se llamará Luis Navazo, nacido en la calle Quijote de Madrid, y con ese salvoconducto va a vivir con su nuevo padre cerca de Toulouse.
Siegfried Meir acumula méritos para convertirse en temido delincuente juvenil cuando la paciencia y el amor y la ética que los nazis no han conseguido arrebatar a Saturnino, le hace comprender al muchacho que estar vivo requiere de algún deber. Siegfried adorará siempre a Saturnino, aquel republicano español, burgalés, que a punto estuvo de fichar por el Betis y murió en el exilio en 1986.
Meir hizo prácticas de corte y confección, pero abandonó el coser por el cantar. En París se convirtió por unos años en popular intérprete de chanson, Jean Siegfried, hasta que se hartó de las imposiciones de las discográficas y abrió una galería de arte africano. Acaba hartándose de los aires parisinos en general y busca un lugar remoto al que huir. Formentera. Febrero de 1967.
En Formentera no hay nadie y de vuelta en barco a Ibiza, decide quedarse. Paso a paso se irá convirtiendo en uno de los personajes más populares de la isla. Abre restaurantes, triunfa con el ocio nocturno y abre la línea de moda adlib desde la tienda de una amiga. Nadie sabe nada de su pasado. Ni siquiera su familia. Cuando le preguntan por el número tatuado en el brazo, contesta que es el número de la Seguridad Social, que tiene muy mala memoria. Hasta que un día, su buen amigo Georges Moustaki le pide que desgrane la historia que hay tras ese número. Y no puede parar.
Contaría su historia en un libro, Mi Resiliencia, y la contaría en colegios e institutos, porque lo necesitaba, porque lo necesitamos, porque Saturnino Navazo estaría orgulloso, porque sabía que si lo contaba, pese a no confiar demasiado en el género humano, al cerrar los ojos mantendría la luz de aquellas madres que lo escondieron, de aquellos brazos anónimos que lo arrancaron de la gélida muerte, de los republicanos españoles que lo protegieron, de aquel futbolista burgalés que lo hizo sentir hijo querido y nos protegería de los que quisieran inyectarnos gasolina en pecho para que no volviéramos a pasar por el corazón a los que dan algo de sentido a este mundo.


LA MIRADA DE SIEGFRIED

        DdA, XVI/4482      

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