sábado, 28 de marzo de 2020

GIJÓN: IMÁGENES DEL SILENCIO DE UNA CIUDAD DESIERTA

LA ESTRATEGIA DEL CARACOL

/fotografías de Alejandro Nafría; textos de Pablo Batalla Cueto/
Cuando pase lo que está sucediendo y queramos hacer memoria de este tiempo de silencio que limpió el aire de nuestras ciudades y las dejó sin pulso, las imágenes dejarán constancia de esa España vaciada e imprevisible que está ahora ante nuestros balcones y ventanas. Habrá también textos que den contenido conceptual y reflexivo a lo que estamos viendo y quizá no sepamos aún asimilar porque el mundo ha perdido mucha filosofía en estos últimos decenios. Entre esas imágenes y textos estarán las del fotógrafo Alejandro Nafría, que durante sus salidas a la calles  para desempeñar su trabajo limpiando portales, ha tomado con su teléfono móvil instantáneas de  Gijón. Pablo Batalla Cueto les ha puesto pie de fondo para que formen parte de la intrahistoria de la villa en los anaqueles de las hemerotecas y recordemos los días y las noches de una primavera en la que sobre los ruidosos y poblados escenarios de las urbes se hizo un mutis masivo. Tendríamos que irnos muy atrás en el tiempo para que las olas del mar y el canto y hasta el vuelo de los pájaro tuvieran similar percepción de escucha en la intemperie. Y mucho más atrás sin duda para que sobre el extenso arenal de las playas no hubiera ningún paso que borraran las olas. Lazarillo   


Me pregunto si las ardillas del Parque notan, paladean, roen el silencio denso de esta cuarentena abracadabrante; si algo se conmueve en su psiquis exigua; un principio remoto del Gran Desconcierto del que mana el hontanar de la filosofía. No juegan los niños en el Parque, no ruge la garganta múltiple del benemérito Molinón, no hay rastro dominical, ni coches, ni viandantes, ni los adolescentes buscan acá como acostumbran, en la noche sabatina, amparo para sus vicios joviales. La cuarentena ha apagado todos los barullos, todos los zurriburris, todos los zipizapes. ¿Son felices, ahora, las ardillas del Parque? Cuando el ser humano no está, ¿las ardillas bailan? ¿O retiembla este terremoto de época también el mundo ardilláceo; su Dasein de roedores oportunistas, atentos al caer de migas del banquete del hombre?
Las gaviotas, al menos, sí están inquietas: se las ha visto perseguir, en bandadas hitchcockianas, a transeúntes cargados de bolsas de la compra. Leí alguna vez que estas aves han ido abandonando el océano y perdiendo el instinto cazador y haciéndose terrestres y holgazanas, atraídas por lo mucho más fácil de la obtención de alimento en nuestros vertederos y muladares. Si esta peste negra del siglo XXI fuera un castigo divino a un haberse colmado el vaso del pecado, tal vez no fuéramos sólo nosotros los castigados, sino también las gaviotas, desertoras de la misión pelágica designada para ellas por el Creador, negligentes del deber veterotestamentario de ganarse el sustento con el sudor de la frente.
Pero esto no es un castigo. Este virus, este Otro minúsculo y atroz, no es heraldo de mensaje alguno, no nos habla ni nos advierte, no nos quiere mal. Sus cardúmenes microbianos son solamente una ondulación fortuita e indiferente del océano del Absurdo. Y son un poco un reencantamiento del mundo, un vestigio de religiosidad, esas exhortaciones que se hacen estos días a «luchar unidos» contra él, como si se tratara de un enemigo inteligente y taimado, y no de un ímpetu sordociego de esta náusea azarosa que llamamos Universo. Pienso en el Antoine Roquentin de La náusea de Sartre al ver los árboles del Parque en la foto de Nafría; su lóbrega desnudez invernal. Roquentin se derrumbó a la vista de la raíz negra de un castaño, que sobresalía en la tierra; se dio cuenta ante su «masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me causaba miedo» de lo que significa existir; y bien podría haberle ocurrido lo mismo ante estos árboles despeinados; ante ellos adquirir conciencia, como ante aquél, de la «solidez húmeda, monstruosa y caótica; desnuda, terrible y obscenamente desnuda» de la existencia.
Hay una historia curiosa relacionada con este parque. El primer monumento a Fleming erigido en el mundo entero se inauguró aquí en 1955, seis meses después del fallecimiento del descubridor de la penicilina, costeado con entusiasmo por los habitantes del barrio proletario y canalla de Cimavilla, a cuyos habitantes (pescadores, cigarreras, prostitutas) el bendito Penicilium había libertado de golpe de toda una porción de dolencias; singularmente, de las venéreas. Cada año desde entonces, una procesión anual parte del barrio —a un par de kilómetros del Parque— a ofrendar flores a este héroe tutelar de una milenaria guerra santa sanitaria que hoy vuelve a librar batallas. ¿Qué nuevo Alexander Fleming medirá el lomo de este virus? ¿Habrá siempre flemings que nos salven de cada peste, o llegará el día, y viviremos para verlo, en que la naturaleza derrote de una vez y para siempre a la cultura.

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DdA, XVI/4448

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