domingo, 22 de marzo de 2020

ESTO NO ES SOLO UN VIRUS, TAMBIÉN ES LA OPORTUNIDAD DE UN MUNDO NUEVO


La imagen puede contener: cielo, árbol, planta, naturaleza y exterior

Inés Marful

Llegó, por fin, nuestro virus, el nuestro, el tuyo y el mío, el virus de todos, no el que castiga al Otro por sus miserias o depravaciones sino el virus que no respeta geografías, ni posiciones, ni gustos, ni costumbres, ni colores. El virus que la democracia merecía para poner a prueba sus convicciones y bautizar con sangre nuestra condición humilde, tan fieramente humana como unaria y transfonteriza. Nunca habríamos sido realmente nosotros, nosotros mismos, la humanidad rasante, el plural inclusivo, la raíz de lo humano hasta el grito y la hez, sin que algo viniera a recordarnos que sólo somos una especie más (poblada de individuos indistintos) en la eterna sinfonía de la naturaleza.
Hasta ayer toda epidemia necesitaba un chivo expiatorio. Ese Otro, esa mancha en la piel de una liturgia antropológica tan antigua como nosotros, era siempre el marginal, la bruja, el jorobado, el deforme, el legionario, el negro, el maricón o la lesbiana... La culpa de la epidemia era el di/ferente, el di/sidente que desafíaba con su "culpa" la sintonía de un perfil homogéneo, humillado y servil a los poderes religiosos y políticos. El loco, el incestuoso, el animal, el pangolín o el murciélago, edipos y medeas, el extranjero, el bárbaro.
En el siglo XIV la peste negra se llevo por delante a media Europa. Las culpables fueron las pulgas o las ratas, nunca lo propio sino lo ajeno que había venido a enmierdar el alma, presuntamente blanca, de una comunidad tan "pura" como "inocente".
El sida era hijo del vicio, cosa de mariconas promiscuas que habían restregado demasiado el cántaro contra la fuente. La derivada inmediata fue la exclusión. El asco. La distancia debida. El terror al contagio.
El ébola puso de relieve los peligros de la inmigración y ajustó la concertina a la frontera por temor a una invasión de peligrosa "otredad" que aún perdura en el higienismo hipócrita de nuestras leyes.
En las últimas semanas hemos intentado hacer de esos chinos comemierda el chivo expiatorio de la pandemia del coronavirus. Echar sobre los hombros del imperialismo trumpiano una pandemia de laboratorio. Finamente, achacar a la locura cortoplacista de la industria los destrozos de un capital que traería consigo la venganza de Némesis (la Naturaleza).
Personalmente, y en medio de este espanto que golpea por igual a Oriente y a Occidente, al Norte y al Sur, a propios y ajenos, creo que hay razones para alegrarse de que, por primera vez, esto no pueda ser honestamente adjudicado a la responsabilidad de los Unos o de los Otros, sino a la nuestra. A la tuya y la mía. A la de todos.
Quizá hayamos hecho tanto daño a la tierra que nos alberga que merecemos un golpe de conciencia. Una llamada a la cordura. Un quédate en casa y piensa que el chivo expiatorio de este desastre global somos todos aquellos que nos jodemos la vida jodiéndole la vida a esta tierra generosa y tenaz que nos soporta y nos alberga.
Si así fuere, vendrán más virus. Más pandemias. Y un oscuro apocalipsis nos recordará que o bendecimos la vida, cada gota de vida, cada mar, cada punto del mapa y cada hemisferio, cada nube que riega y cada semilla, cada hoja y cada pétalo, o seremos víctimas propiciatorias de nosotros mismos. Y no habrá sanidad que lo soporte ni economía que aguante esta locura unánime de la que todos y cada uno de nosotros, de una forma u otra, somos cómplices.
Cuida de la vida. Cuídate. Esto no es solo un virus. Es la oportunidad de levantar, y si es preciso a huevo y por las bravas, un mundo nuevo.
Piénsalo un momento. Por favor. Quédate en casa.

IM en la noche del molino, a las 4:17 A.M. del 21 de marzo de 2020 / octavo día del confinamiento / finalmente amanece y el corazón se enreda en la quietud de un árbol.


DdA, XVI/4442

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