La
provincia fue la más castigada de España con más de 13.000 fallecimientos y
hasta un 5 por ciento de víctimas mortales en la capital.
Félix Población
Al ritmo de avance que lleva la
pandemia del Covid-19 en nuestro país y el
grado de contagio y mortalidad que está teniendo -sobre todo entre nuestros
mayores, la generación de los niños de la infausta guerra y no menos amarga posguerra-,
no está de más recordar el precedente que supuso la mal llamada
gripe española hace 102 años. Todavía hoy, viviendo la primera, hay un vecino
centenario en la localidad asturiana de Luarca que superó la segunda.
El número de fallecidos en
España aquel año de 1918 llegó a 200.000, mientras en todo el mundo se calcula
que perdieron la vida entre 50 y 100 millones
de personas. Se la llamó “gripe española” porque solo los medios de
comunicación de este país informaban de la enfermedad, dado que tanto en Europa
como en Estados Unidos existía la censura informativa por causa de la Primera
Guerra Mundial, que aportaría por su parte un ingente número de víctimas. Según
la investigadora Laura Spinney, autora de El
jinete pálido, el foco de la pandemia estuvo en un campamento militar de Kansas (Estados Unidos). Los militares
norteamericanos combatientes en la Primera Guerra Mundial serían los portadores
del virus en los frentes de combate europeos, afectando no sólo a los países
contendientes sino al nuestro, cuya neutralidad no le eximió del contagio, del
que tampoco se libró el mismísimo rey Alfonso XIII.
Ciñéndonos al territorio
nacional, hubo una ciudad y una provincia que se destacaron por el número de
víctimas mortales ocasionadas por la enfermedad: Zamora. Se produjeron allí algo
más de 13.300 defunciones. Según El
Heraldo de Zamora, tal como
documentó con precisión en un artículo mi colega Marisol López, la infección
pudo proceder de Medina del Campo, por ser el paso de los soldados portugueses
repatriados desde Francia. También se da como foco posible en la ciudad la afección sufrida por una
familia gitana de los barrios bajos, a la que se creía “atacada de viruela”,
según un reportaje publicado por el citado periódico en el mes de abril. La
familia provenía de Salamanca y había venido a Zamora para la Feria del Botijero.
A la enfermedad se la conoció
en nuestro país por Soldado de Nápoles,
dado que la primera oleada de contagios en la primavera de 1918 coincidió con el estreno de La canción del olvido, la conocida y popular zarzuela en que se
incluye tan popular canción. En el mes de mayo,
tanto El Heraldo como El
Correo de Zamora,
los dos periódicos provinciales, llaman al mal con cierta frivolidad "la
enfermedad de moda" o también "la epidemia madrileña". Otros se
refieren a ella como "enfermedad indeterminada", por desconocerse y
existir preocupación pública acerca de su causa, tal como se puede ver en una
viñeta publicada en el diario El Sol.
Se describe como cuadro sintomático los dolores articulares que ocasiona, así
como la fiebre, el abatimiento, "un poco de saburra gástrica” y un cierto
amodorramiento.
El diario El
Heraldo publicó en el mes de junio un artículo firmado por Eduardo
Andicoberry acerca del alto índice de mortalidad que la enfermedad registraba
en Madrid, dando detalles de una "hemostisis aguda, con abundancia de
vómitos de sangre repentinos en personas fuertes y sanas". Durante parte del verano descendió el número
de contagios, para volver a cobrar
inusitada fuerza a finales de agosto y una vez llegado el otoño. El doctor
Trilla mantuvo entonces –según las informaciones publicadas en septiembre- que
esta segunda oleada estaba causada por el mismo virus, el famoso A (H1N1), mientras el
doctor García Faria apuntaba la posibilidad de que el mismo hubiera mutado para
volverse más agresivo, tal y como sostenían los expertos. Y bien cierto que lo
fue, aunque para ello se dieron unas circunstancias que contribuyeron a
propagarlo.
“Septiembre era el mes de las cosechas –leemos en el
mismo artículo de Marisol López-, en el que eran frecuentes las bodas, las
fiestas y acontecimientos multitudinarios como las corridas de toros. También
era la época en que se incorporaban nuevos reclutas a los regimientos
instalados en la ciudad. "Hay cólera en la frontera, gripe en España y, en
este pequeño rincón de la península, fiestas", resumía El Correo en aquellos días. Los jóvenes
soldados participaban en unas prácticas de artillería y comenzaron a enfermar.
El 27 de septiembre el mismo diario ya informaba en su primera página de las
epidemias en los cuarteles y recogía una serie de medidas preventivas para
evitar los contagios como separar las camas de los reclutas. El inspector
general de Sanidad de Zamora, Manuel Martín Salazar, reconocía,
por su parte, la incapacidad de la administración y la dificultad de hacer
entender a la población la facilidad de los contagios. No fue por falta de
información: los dos diarios locales se esforzaban en publicar a diario
explicaciones y consejos de higiene y médicos con el asesoramiento de los
galenos de la ciudad. Algunas teorías resultaron un tanto extravagantes. El
doctor Luis
Ibarra sugirió "que la
enfermedad era el resultado de una acumulación de impurezas en la sangre debido
a la incontinencia sexual". Los diarios zamoranos, además, criticaron
abiertamente a las autoridades locales por haber minimizado la situación”.
El papel jugado por la iglesia católica fue
determinante para que el número de víctimas mortales por causa de la pandemia fuera
a la postre el más alto del país. La reacción de la máxima autoridad
eclesiástica fue la misma que hubiera tenido cualquiera de sus predecesores siglos
antes con las pestes medievales. La pandemia era una consecuencia de los
pecados humanos, ante los que “el brazo vengador de la justicia eterna había caído
sobre nosotros”. El obispo de la diócesis, Antonio Álvaro Ballano, que fue profesor
de Hebreo y Filosofía en el seminario de Sigüenza y senador por el arzobispado
de Valladolid en la legislatura de 1922, suscribía esas palabras en las páginas del
diario El Correo de Zamora, en donde
también se publicaba la prohibición del Gobierno Civil de celebrar grandes
reuniones de personas para evitar el contagio, si bien al final prevalecería en
la ciudad el criterio de la autoridad religiosa. Todavía en nuestros días
podemos seguir leyendo prédicas similares a las de monseñor Álvaro Ballano por
parte del obispo de Cuernavaca (México), quien aseveró hace unos días que la crisis generada por el coronavirus es “un
alto que Dios está poniendo a la humanidad, por querer jugar a ser como él, al
permitir el aborto, la eutanasia y la diversidad sexual”. Un patriarca
ucraniano de la iglesia ortodoxa, poco después, se limitó a responsabilizar de
la pandemia a la homosexualidad.
Portada y viñeta alusiva del diario El Sol
Dos franjas de edad serán las más gravemente
castigadas en 1918: la de los niños de 1 a 4 años y los adultos entre 21 y 30,
cuyo porcentaje de mortalidad llega al 80 por ciento, sobre todo en el mes de
octubre. La falta de inmunidad frente a otros grupos de mayor edad, que habían
pasado por anteriores epidemias, pudo jugar un papel decisivo en ello, según
los investigadores. Fue durante ese mes cuando se tomaron medidas tales como “cerrar
negocios si se incumplían las normas sanitarias y sancionar a quienes no
mantuvieran los animales encerrados, como las gallinas, y la advertencia, por
parte de los rectores de la sanidad a los políticos, de castigar con cuantiosas
multas la negligencia a la hora de registrar las muertes debidas a la gripe. El
pánico en las calles se generaliza hasta bordear el desorden social. Las
gentes, desesperadas, buscan consuelo en las numerosas funciones religiosas
donde la oración "Pro
tempore pestilencia" proclama que la enfermedad es
voluntad de Dios y que solo su misericordia puede salvarlos”.
Artífice de esas ceremonias
religiosas fue, obviamente, monseñor
Álvaro Ballano. El 30 de septiembre de
1918 convocó el obispo, en contra de lo decretado por el gobernador civil de la
provincia, una misa y novena en honor del patrono de la peste, San Roque. La
asistencia fue masiva, hasta el punto de valorarla don Antonio como “una de las victorias más
importantes que ha obtenido el catolicismo”. A partir de esa fecha las muertes
se incrementaron ostensiblemente en la ciudad y provincia, pues a esa misa
siguieron otras con carácter diario, hasta el punto de llegar a 200 los
fallecidos en una sola jornada, el 12 de octubre, Día de la Raza. El número de
muertes será muy alto entre los días 5 y 27 de ese mes, con una nueva ceremonia
masiva el 24, en el que se convocó una procesión por las calles de la ciudad con
la imagen de la Virgen del Tránsito, que no había salido del convento del
Corpus Christi desde hacía 33 años, durante una epidemia de cólera. El
resultado al final del año 1918 fue la muerte 979 personas en una población de
12.371 habitantes, lo que supone un 5 por ciento de la misma, muy por encima
del 0,4 por ciento de víctimas registradas en Madrid, donde fallecieron 2.500
personas de un total de 600.000 habitantes.
La pandemia se cobró
la vida de más mujeres que hombres: hasta un 25 por ciento en la franja de edad
comprendida entre los 20 y 30 años. Según la doctora Beatriz Echeverri Dávila, el
aumento de la mortalidad femenina se debió a que, además de las ocupaciones a
las que se dedicaban las mujeres, se añadió el cuidado de los enfermos. Es de
resaltar entre las fallecidas el caso de sor
Dositea Andrés, religiosa de las Siervas de María, que prestó una gran ayuda a los soldados
contagiados en los cuarteles. También
murieron varios médicos en diversas localidades de la provincia, hasta que la
pandemia fue a menos durante el mes de noviembre, si bien siguieron dándose más
casos al año siguiente, sin que de ello haya constancia pública en la ciudad.
El obispo Álvaro Ballano no tuvo larga vida. Falleció el
último día de 1927 a los 51 años de edad, no sin antes celebrar ese mismo año un
acto de homenaje con el alcalde la ciudad en memoria de varios párrocos y una
monja por el celo caritativo dispensado en apoyo de los enfermos. A los tres se les concedió la Gran Cruz de la
Beneficencia de primera clase “por su
extraordinario celo durante la epidemia gripal de 1918”. Tanto la ya citada sor Dositea Andrés, que
murió a causa de la enfermedad, como sor Perfecta Temiño cuidaron a los
soldados contagiados e internados en el castillo, aunque sólo el nombre de la
segunda, que superó la enfermedad, figure en la lápida conmemorativa que
podemos leer en el edificio histórico del Ayuntamiento de la ciudad.
Pese a sus concurridas
misas y procesiones antigripales, monseñor Álvaro Ballano sigue gozando hasta la fecha del respeto de la
feligresía, sin llegar al que se le dispensa al obispo Atilano, el primero que
tuvo Zamora y subió a los altares, quien peregrinó a Tierra Santa para lograr el
perdón de sus pecados y la sanación de su diócesis, víctima en aquel remoto
siglo X de su ejercicio pastoral de una
epidemia de peste. Puede que en el historial de su iglesia don Antonio figure
como el obispo que desafió a la gripe en
nombre de la fe, según titulaba El País Semanal un artículo sobre su
celo al servicio de tal empresa. A fe que fue concluyente y muy dura para los
zamoranos la rotunda derrota que en el envite sufrió la fe, sin que de esa
atroz mortalidad quede constancia en la placa aludida.
*Artículo publicado hoy también en elsaltodiario.com
*Artículo publicado hoy también en elsaltodiario.com
DdA, XVI/4447
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